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Incrédulo asombro. Sobre el cristianismo | Crítica
Incrédulo asombro. Sobre el cristianismo. Navid Kermani. Trad. Carmen Gómez García. Trotta. Madrid, 2018. 264 páginas. 33 euros
Como es sabido, las diferencias entre el islam y el cristianismo sobre el arte y su interpretación son antitéticas. A menudo han resultado hostiles. No obstante, por encima de uno u otro credo, se abren paso las catas personales, que buscan la conciliación, el interés por interpretar el arte del otro, pero sin la ofuscación de la fe propia y sin caer, por otro lado, en los melindres de la corrección en torno al diálogo entre religiones. Hablaríamos aquí, por tanto, de una especie de hermenéutica de la estética y de los textos sagrados.
A este cometido se dedica Navid Kermani (Siegen, 1976) en Incrédulo asombro. Sobre el cristianismo. Kermani ejerce como periodista y escritor en Alemania, si bien su familia procede de Irán, en concreto de la región del Isfahán, cuna histórica, dicho sea de paso, de grandes maestros persas en el arte de la miniatura.
Estudioso del islam y de la mística sufí, Kermani no oculta su profunda admiración por el cristianismo. Pero lo hace desde el punto de vista del incrédulo o, si se quiere, del equidistante, como gusta decir ahora. Prueba de ello es esta gavilla de textos e ilustraciones, basada en asociaciones libres sobre distintas muestras de arte cristiano universal (orfebrería, arquitectura, arte del icono y, muy especialmente, pintura).
En la mayoría de los cuadros seleccionados suele aparecer la imagen de Jesucristo y de María (véase el espléndido Cristo despidiéndose de su madre de El Greco). Conviene recordar a los distraídos que para el islam Jesús es uno de sus profetas. Sucede, no obstante, que para los musulmanes Jesús viene a representar el final de la historia de la revelación de todos los profetas. La historia propiamente acaba con Mahoma, si bien el Todopoderoso, en su creación, se sigue manifestando de nuevo en cada momento.
Convertido en hermeneuta o, dicho de igual modo, en intérprete de escenas religiosas desde el punto de vista musulmán, Kermani nos muestra sus cavilaciones ante las obras, entre otros, de Botticelli, Rembrandt, el enorme Giotto, Bellini, Veronés, El Bosco o Caravaggio (de este último, con la congoja que transmiten sus telas, se nos ofrecen varias muestras).
Mientras observamos la Crucifixión, el cuadro de Guido Reni, lo que estamos haciendo no es sólo contemplar la torsión, el desvalimiento, el ictus de tinieblas del hijo olvidado por el Padre sobre un descarnado calvero. Aceptamos el impacto estético, el predicamento de la obra para, si procede, apuntalar la fe en Cristo. Pero lo que nos interesa aquí más es contemplar el drama a través de la interpretación del otro, del crítico y traductor musulmán, quien observa, igual que nosotros, la escena presidida por el madero, jeroglífico de muerte y vida eterna.
Para el islam la cruz no puede ser nunca objeto de adoración. La cruz precisa de dos troncos, uno longitudinal y otro transversal. Por ello, para los mahometanos, la cruz no puede ser el símbolo de lo divino, sino una referencia del vano mundo terreno. Los cuatro brazos de la cruz recuerdan a los musulmanes –y a los sufíes en particular– que el propio mundo está compuesto por los cuatro elementos (Tierra, Agua, Fuego, Aire). El madero enseña, por tanto, la ciencia antigua, que remite a lo efímero y perecedero. Nada que sea compuesto perdura, sólo lo simple.
A nuestro juicio, la lectura comparada de Kermani brilla especialmente en algunas entradas del libro. Por ejemplo, cuando comenta el mosaico bizantino de Rávena, El Buen Pastor. La sura 6-103 dice: "La vista no Le alcanza". El Corán enseña que el rostro de Dios no puede contemplarse bajo la inválida mediación del ojo humano: no le alcanza. El mosaico cristiano representa al Hijo de Dios, que es Dios mismo, como pastor al cuidado de sus ovejas.
Kermani recuerda aquí que un hadiz de Mahoma se presta a controversia como alegoría de la imagen divina. Sugiere el profeta que había visto a su Señor "como mancebo lampiño de cabellos abundantes y rizados, sentado en el trono de la misericordia, con sus pies sobre el prado y sus sandalias de oro". El mosaico de Rávena parece remitir al mismo esbozo del rostro eterno. Pero, como es sabido, para el islam Jesús no es Dios, sólo el espejo que, en todo caso, traduce el espíritu de Dios. Los sufíes, como Ibn Arabi, sí asocian a Jesús con la epifanía de la belleza divina, aunque no importa su género, si masculino o femíneo.
Con el mismo tono de asociación libre, al explicar la luz divina en uno y otro credo, el autor compara las cuatro tablas de Las visiones del Más Allá de Jerónimo El Bosco con los escritos del maestro sufí del siglo XIII Najmeddin Kobra. Dicho esto, no todo son divagaciones a pie parado ante un cuadro en un museo. Por ejemplo, en los pasajes dedicados a los monasterios serbios en Kosovo, se une la erudición del hermeneuta con el reporterismo a la vieja usanza.
En cualquier caso, el libro de Navid Kermani demuestra que, pese a todo, la religión nos acerca más a unos y a otros en la medida en que creíamos que nos distanciaba.
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