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El final del affaire | Crítica
'El final del affaire'. Graham Greene. Trad. Eduardo Jordá. Libros del Asteroide. Barcelona, 2019. 320 páginas. 22 euros
Debemos a la fina inteligencia de Eduardo Jordá la traducción de esta novela de Graham Greene, El final del affaire, novela espléndida y dolorida, que conoció su primera edición en el año 51 del siglo pasado. Existe una versión cinematográfica de 1999, titulada en España como El final del romance, que vino protagonizada por Julianne Moore y Ralph Fiennes, y cuya fidelidad a la novela, en principio, no arroja duda alguna. Quiere esto decir que el lector aficionado al cine quizá recuerde tanto la naturaleza del drama que aquí se expone con áspera y contenida emoción, como el fuerte componente religioso que yace a su fondo y que, en la inmediata posguerra, tuvo una destacada importancia.
En el epílogo que firma Vargas Llosa, titulado Milagros en el siglo XX, el Nobel trata el difícil contenido de la novela de Greene, así como las soluciones técnicas que el escritor dispuso para componer su obra (obra que, a juicio de Vargas Llosa, no acaba de alcanzar la categoría de "maestra", dificultada por el exceso de hechos excepcionales que, en apariencia, se acumulan hacia el final de la narración).
Por otra parte, y en estrecha relación con tales asuntos, Vargas Llosa recuerda la vinculación de esta obra de Greene con la de otros escritores católicos, en cuyas páginas se traslució la punzante cuestión de la fe en el siglo de todos los desastres: Mauriac, Claudel, Bernanos, Unamuno... Dado el tono angustioso y especulativo de ciertos pasajes de Greene, uno añadiría a dos gigantes del XIX-XX que no se mencionan en el texto de Vargas Llosa, pero que a nuestro juicio están muy presentes, de un modo u otro, en esta obra de Greene. Me refiero a Léon Bloy y G. K. Chesterton, un inglés y un francés, cuya beligerancia en cuestiones religiosas alcanzó notable difusión en la centuria pasada.
¿Por qué estos dos últimos escritores? Por una doble razón, que atañe, en primer lugar, al tipo de catolicismo que el personaje masculino de Greene exhibe en esta novela, y por la otra, al contenido mismo de la fe católica, en competencia o en proximidad con la "ética protestante" que decía Weber.
Quiere esto decir que el personaje de Maurice Bendrix se enfrenta a su fe con la virulencia inmoderada y calcinante que conocemos en Bloy, y cuya magnitud corrió pareja a su conmovedora, a su rocosa, y de alguna manera desvalida, inocencia. Sarah Miles, sin embargo, su amante infortunada, es una Magdalena contemporánea cuya atrición viene urgida por las impertinencias del cuerpo. Vale decir, por la tiranía y el vértigo de los deseos humanos. Recordemos, por tanto, que este problema de la corporalidad, de la carnalidad, de un sensualismo alegre y desvergonzado, es el mismo que ya había tratado Chesterton en su Chaucer, asociándolo estrechamente al carácter y la moralidad del medievo.
Y por otro lado, la presencia de lo corporal en el catolicismo, tan incómoda para los fieles de la Protesta (al cabo, estamos ante la novela de un británico, cosa que no debemos olvidar), ya había sido señalada por Huizinga, a la hora de enjuiciar la parcialidad de los historiadores centro y noreuropeos, en El problema del Renacimiento. Corporalidad sin cuya incomprensión, me permito decir aquí, no se explicaría, en buena parte, el movimiento neoclásico del XVIII.
Con todo, no son estas cuestiones doctrinales las que hacen de la novela de Greene una novela extraordinaria, teñida por la amargura. Como cabe suponer, es la pericia del escritor, la precisión de su lenguaje, el tono umbrío en que se exponen los sentimientos de sus protagonistas, la creciente extrañeza con que asistimos a una infidelidad que se transforma, inopinadamente, en una historia de ¿redención, de amistad, en una humana historia de dolor?
Acaso lo mejor de esta obra sea el modo anormal, atormentado, pero veraz, en que se presentan los sufrimientos y las esperanzas de sus protagonistas. Sin duda, como dice Vargas Llosa, es la historia de un milagro -de lo que pudiera interpretarse como un milagro- en pleno siglo XX. Sin embargo, es también otra cosa. Y esa otra cosa bien pudiera llamarse soledad, o gratitud, o desdicha... A todo lo cual debe sumarse el gran problema de aquel año 1951, problema que ya había recogido la filosofía del medio siglo, y que resume Greene en estas soberbias y aflictivas páginas: cómo creer en Dios, en cualquier Dios, después de la innúmera devastación del mundo que los hombres habían presenciado.
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