"Déjame respirar, duérmete"
Clásicos olvidados del siglo XX (V)
La autora exploró en 'Las ataduras', una historia de inequívocos ecos autobiográficos, una cuestión bien compleja y amarga: hasta dónde somos capaces de llegar cuando queremos vivir sintiéndonos libres
A primera vista, la historia que cuenta Carmen Martín Gaite en Las ataduras parece particularmente insulsa. Un pueblo perdido en el norte de España en los años 40 y 50; una niña inteligente e imaginativa que se parece mucho -intuimos- a la propia Carmen Martín Gaite; un padre maestro que quiere tanto a su hija que desea que sea libre, pero que no quiere que se aparte de su lado y vaya a conocer mundo; y esa niña -ya convertida en universitaria- que se casa de penalti con un pintor francés y se va a vivir a París, donde tiene dos hijos y la vida le resulta tan asfixiante como le resultaba en el pueblo, a pesar de que ahora vive en la ciudad del amor soñada por todos los artistas del mundo.
Estos son los ingredientes de la historia, tan poco prometedores como una película en blanco y negro de Cine de barrio protagonizada por labriegos que cantan jotas mientras siegan el trigo y buenos curas que se arremangan la sotana cuando se disponen a jugar al fútbol con los niños de la escuela. Y peor se nos ponen las cosas cuando pensamos en que esta historia fue escrita en la época del realismo social de los años 50 y 60 (la "literatura de la berza", como la llamaban sus detractores). Es decir, que imaginamos una historia repleta de clichés, moralina y buenas intenciones. Pero Las ataduras es justo lo contrario. Ante todo, es un prodigio de composición narrativa: la historia está narrada en varios planos temporales y espaciales -en ciertos momentos recuerda la intrincada construcción de Cumbres borrascosas- y está repleta de poesía y de amor por el paisaje gallego (Martín Gaite pasó todos los veranos de su infancia en una aldea muy cerca de Orense). Además, los personajes están tan vivos y son tan reales que hasta podemos ver cómo suspiran y dan vueltas en la cama por culpa del insomnio. Y por si fuera poco, Las ataduras es una honda indagación moral sobre algunas de las preguntas fundamentales de la existencia humana: ¿hasta qué punto podemos ser libres? ¿Hasta qué punto podemos vivir sin ataduras emocionales? ¿Y hasta qué punto los sueños que perseguimos se convierten en nuevas ataduras que nos esclavizan mucho más que las viejas ataduras contra las que nos habíamos rebelado? Pero Martín Gaite plantea muchas preguntas más. ¿En qué momento el amor de un padre por su hija se convierte en una obsesión enfermiza? ¿En qué momento el amor genuino se convierte en una gélida cárcel emocional? ¿Hasta dónde somos capaces de llegar cuando queremos vivir sin ataduras? ¿Y hasta qué punto estamos destinados a convertirnos en todo aquello de lo que habíamos intentado escapar?
El pueblo donde se sitúa la historia está inspirado en San Lorenzo de Piñor, donde los abuelos maternos de Martín Gaite tenían una casa en la que la escritora, de niña, pasaba todos los veranos. El personaje del maestro que ama a su hija Alina y desea una vida mucho mejor para ella -pero que no quiere que se separe de su lado- se parece mucho al padre real de Martín Gaite, un hombre de ideas liberales que la animó a escribir y a vivir su propia vida y por el que la escritora sintió siempre un gran afecto (Las ataduras está dedicado al padre y a la madre de Martín Gaite, cosa bastante inusual en nuestra literatura). Cuando escribió “Las ataduras”, en 1959, Carmen Martín Gaite estaba casada con Rafael Sánchez Ferlosio (de quien se separaría diez años más tarde) y había vivido la pérdida de su hijo Miguel, muerto de meningitis a los seis meses de edad. Dos años antes, cuando ganó el Premio Nadal con la novela Entre visillos, un titular de periódico anunció la noticia con este titular: "Las tareas del hogar le dejan a Carmen Martín Gaite poco tiempo para escribir". Y junto al titular aparecía una foto de Carmen Martín Gaite dándole la merienda a su hija Marta en la cocina de la casa. Estaba claro que Martín Gaite sentía lo mismo que sentía Alina, y aunque ella vivía en Madrid y estaba casada con un escritor, su vida se parecía mucho a la de una chica de pueblo -tal como contó en Las ataduras- que acababa viviendo con un pintor en París.
Pero lo realmente fascinante de esta historia es cómo la autora trasciende los pormenores de su propia vida y teje una ficción que de algún modo cuenta la vida de uno cualquiera de nosotros. Hay un momento en que Alina -ya casada con el pintor Philippe y viviendo en París- le gruñe a su marido: "Déjame respirar, duérmete". Y enseguida, a escondidas, Alina sale angustiada a pasear por la ciudad desierta porque se ahoga en su nueva vida de mujer supuestamente libre casada con un artista. Es un domingo por la mañana, no hay nadie en la calle, y Alina llega caminando hasta la plaza de Notre Dame. Allí se asoma a los muelles del Sena e intenta respirar porque necesita sentirse viva y necesita creer que su vida vale la pena. Ahora está en París, ahora es libre, ahora ha realizado el sueño de su vida, pero ella se ahoga y se siente angustiada y sigue sin poder dormir de madrugada. Cuando Alina vuelve a su casa -tiene dos hijos y no puede abandonarlos- se para en un café y se pone a escribir una postal a sus padres. "Estoy alegre. He salido a buscar el pan y se está levantando la mañana", escribe en la postal, pero el camarero se le acerca y le dice: "No llore, señora, no vale la pena llorar".
¿Quién no ha vivido una escena así? ¿Quién no ha mentido haciendo creer a sus padres o a sus amigos que era muy feliz mientras estaba roto de dolor porque se sentía totalmente desgraciado en su nueva vida? ¿Quién no ha sido Alina en un café de París? ¿Quién no ha vivido la historia que se cuenta en Las ataduras?
Una grande del siglo XX
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925-Madrid, 2000) es una de las más grandes escritoras del siglo XX, aunque su producción es un tanto irregular y no todos los libros están a la misma altura. Lo mejor de Martín Gaite son los textos en los que mezcla autobiografía, ensayo y pura ficción, como El cuarto de atrás o El cuento de nunca acabar o sus Cuadernos de todo. Una de las cumbres de su narrativa es El otoño de Poughkeepsie, un texto mitad diario y mitad rememoración que fue escrito en el verano de 1985 tras la muerte de su hija Marta.
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