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Un clásico de la crítica literaria feminista
En 1837, una década antes de que Jane Eyre viera la luz, Charlotte Brontë envió sus versos al entonces célebre poeta Robert Southey, y la respuesta fue tajante: "La literatura no puede ser un asunto que ocupe la vida de una mujer". Ellen Glasgow lograría el Pulitzer por una de sus novelas, pero antes se toparía con un agente que intentaría violarla y un editor que le recomendó que se dejara de fantasías y regresara al Sur a "tener bebés". A lo largo de los siglos, las mujeres con vocación literaria no han recibido sino vejaciones de todo tipo, invitaciones al desánimo y al abandono, la advertencia de que ese "desagradable hábito de poner cosas por escrito", en palabras de la autora y crítica estadounidense Joanna Russ, podía depararles el estigma y el descrédito. Las etiquetas variaban -"putas, tristes solteronas, esposas devotas y sumisas, trágicas suicidas"-, pero el dedo acusador y la mueca de incomprensión estuvieron siempre ahí.
Ni pensadores de la talla de Rousseau ni escritores tan sensibles como Stendhal escapaban de esta mentalidad: el primero entendía que el ingenio femenino era "una carga para el marido, los hijos, los criados", y el segundo concluía que una mujer no debía "escribir nada salvo una obra póstuma". Hasta el entregado marido de Virginia Woolf, Leonard, incurrió en esa "actitud disuasoria" cuando le espetó a una investigadora: "¿Por qué quiere una chica tan guapa como usted desperdiciar su vida en una biblioteca?".
Este y muchos otros ejemplos pueden encontrarse en Cómo acabar con la escritura de las mujeres, un lúcido y vibrante ensayo de Joanna Russ (Nueva York, 1937-Tucson, 2011) que se publicó originalmente en 1983 y que coeditan ahora el sello andaluz Barrett y el madrileño Dos Bigotes, quienes recuperan un texto que no había visto la luz en castellano pese a la pertinencia que aún hoy tienen sus observaciones.
"Sigue siendo muy actual aunque haga 36 años ya de su primera edición", opina Zacarías Lara, responsable de Barrett junto con Manuel Burraco y fascinado con una propuesta que al desentrañar las estrategias con las que se menosprecia a las escritoras "te abre los ojos. Ese panorama del que habla Russ no es tan lejano: en las listas de lo mejor del año apenas hay títulos escritos por autoras, cuando una novelista gana un premio no es raro ver al articulista de turno haciendo objeciones…", asegura un editor que por su experiencia ha comprobado que existe una "descompensación. Los primeros libros que sacamos eran de hombres, un detalle en el que no reparamos. El porcentaje de mujeres que leen o que participan en talleres literarios es mayor, pero no llegan tantos manuscritos de ellas, y eso no se traduce en el mercado editorial. Sigue habiendo un canon en el que todo lo que no firme el varón heterosexual blanco no tiene cabida", lamenta.
En su investigación, Russ analiza los diferentes mecanismos con los que la sociedad ha puesto freno a las mujeres que se atrevieron a crear: rechazando que ellas fueran las autoras, asumiendo finalmente que lo eran pero juzgando indecente e inapropiada su osadía, asegurándose de que un éxito concreto no era sino un logro aislado en una trayectoria que no merecía más atención -Charlotte Brontë podía trascender con Jane Eyre, de acuerdo, pero que el olvido sepultara sus otras obras, Shirley y Villette-, vetando a esas voces la inclusión en alguna antología…
"Todo lo que dice Russ puede parecer evidente, pero nadie se había parado a decirlo antes que ella", apunta la traductora Gloria Fortún, que admiraba a Russ como referente de la ciencia ficción y ha disfrutado adentrándose en este "clásico de la crítica literaria feminista, en el que se dan tantos ejemplos que es imposible rebatir nada", señala la filóloga, artífice entre otros trabajos de La nueva mujer, una selección de textos de escritoras estadounidenses editada por Dos Bigotes.
Entre los diferentes modos en que se manifiesta esa convicción de que las mujeres no pueden escribir, Russ denuncia el escandaloso baremo con el que se valoran las obras: si la firma un hombre, habla de un tema grave y trascendente; si lo hace una autora, aborda un tema menor, doméstico, impregnado inevitablemente de sentimentalismo. Cuando Cumbres borrascosas se publicó, sin que se revelara la autoría, los críticos dictaminaron que el tema principal era "la representación de la crueldad, la brutalidad, la violencia"; cuando se supo ya la identidad de Emily Brontë, en la segunda edición, las reseñas resaltaron "el mágico poder sexual del héroe", un héroe que además sufría, en el desarrollo de la novela, un lamentable proceso de "feminización".
Russ describe en su libro la falta de modelos que encuentra una aspirante a escritora, y recuerda que en su primer año en la universidad tuvo que contestar a una pregunta incómoda: cómo iba a hacerlo cuando ninguna mujer había producido gran literatura. Y ella, desconocedora aún del valor de todas sus predecesoras, respondió: "Seré la primera". Ante esa ignorancia de la que aún quedan rescoldos, Cómo acabar con la escritura de las mujeres adquiere una fundamental relevancia. "Russ está desmontando el canon existente, pero", sostiene Fortún, "al mismo tiempo está estableciendo otro y divulgando, dando muchas pistas, sobre todo lo que las autoras habían hecho".
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