ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Clásicos olvidados del siglo XX (XI)
La lotería apareció en la revista New Yorker justamente el 27 de junio de 1948, el mismo día en que se celebra la ceremonia –¿o es un juego?– que da título a este relato. El relato no gustó nada y empezaron a llegar a la redacción cartas iracundas de los lectores, que lo calificaban de "vergonzoso", "horrible" o "totalmente ininteligible". Pero las cartas más inquietantes fueron las de la gente que creyó que el relato se había inspirado en una práctica real. Una productora de Hollywood preguntó si el relato se inspiraba en "unos juicios rituales que aún se llevan a cabo en ciertos lugares, y si es así, ¿en cuáles?". En total llegaron unas trescientas cartas, casi todas ellas críticas despiadadas. Shirley Jackson guardó cuidadosamente esas cartas en un álbum. Más tarde escribió un ensayo comentando el escándalo. Con su ácido humor, apuntó esta idea que demuestra hasta qué punto era consciente del poder manipulador de su relato: "Era increíble la cantidad de gente que esperaba que la señora Hutchinson ganara al final una lavadora".
Supongo que un psiquiatra habría tenido mucho trabajo con Shirley Jackson. Desde joven tuvo problemas de bulimia y de agorafobia, que combatía con grandes dosis de anfetaminas y tranquilizantes. "Escribo sobre neurosis y miedos y creo que si colocaran todos mis libros uno al lado de otro el resultado sería un tratado enciclopédico sobre la angustia". Ahí es nada, escribir un tratado enciclopédico sobre la angustia humana que se base en la experiencia personal. En el caso concreto de La lotería, la experiencia que sirvió de impulso inicial al relato surgió del ambiente asfixiante que reinaba en la pequeña comunidad rural en la que vivía Shirley Jackson, una mujer con fama de excéntrica y rara que no encajaba de ninguna manera entre sus vecinos del pueblo.
¿Qué clase de la lotería es la que se practica en el relato? ¿Un juego macabro? ¿Una antigua tradición religiosa que se ha convertido en una práctica habitual? ¿Un rito? ¿Una fórmula de cohesión social? Como es natural, Shirley Jackson no da una explicación lógica porque si lo hiciera desharía por completo la magia del relato. Lo único que sabemos es que la lotería se celebra puntualmente cada 27 de junio. Todo el pueblo participa en el juego porque la lotería existe desde que la gente tiene memoria. Nadie pone en cuestión la lotería, nadie se pregunta si sirve de algo. Y los habitantes ni siquiera parecen sufrir demasiado cuando le toca a un miembro de su propia familia experimentar las consecuencias del premio. Y lo peor de todo es que nadie en concreto ha instituido la lotería. No ha sido impuesta por una autoridad reconocible, sino que parece haber surgido espontáneamente del propio pueblo, como si la convivencia pacífica entre sus habitantes sólo fuera posible gracias a ese tortuoso mecanismo de cohesión social. "Bien, amigos, démonos prisa en terminar", dice el maestro de ceremonias del sorteo cuando ya se conoce el resultado del premio. La frialdad del tono con que habla ese hombre es lo más escalofriante de todo.
El relato es una obra maestra de la ambigüedad. El lector cree asistir a una actividad habitual del pueblo equiparable a los bailes y a las verbenas, aunque poco a poco vayan apareciendo indicios que nos hacen ver que las cosas no son como parecen. De todos modos, la ambigüedad se mantiene hasta la última línea del relato –donde se revela la sorpresa final–, gracias a un prodigioso mecanismo que va graduando todos los indicios que desembocan en esa última revelación. El lector va sospechando algo, pero hasta el último momento no percibe claramente qué puede ser, a pesar de los indicios que están desperdigados por todo el relato. En cierto momento, un chico parpadea nervioso cuando va a sacar su papeleta del sorteo. El organizador le pregunta en tono afable si va a ser él quien saque las papeletas en lugar de su padre. No se nos dice nada más, pero el lector empieza a preguntarse dónde está el padre de ese chico, y sólo cuando llegamos a la última línea nos damos cuenta de que el padre de ese chico fue el beneficiario de la lotería del año anterior.
El relato funciona a la perfección porque Shirley Jackson utiliza una lacónica voz en tercera persona. No se trata de un narrador omnisciente que se meta en la mente de los personajes, sino de un narrador reticente que parece ser uno más de los habitantes del pueblo y que apenas cuenta nada de lo que ocurre en el interior de sus conciencias. En realidad, los lugareños no tienen psicología: todos parecen huecos, como si no tuvieran vida interior ni conciencia ni alma. Cosa curiosa, en el pueblo no hay una autoridad instituida: no hay sheriff ni cura ni banquero ni un rico propietario rural. Ahora bien, todo el mundo acepta participar en la lotería y ganar el premio. En este sentido, la democracia es absoluta. O mejor dicho, la tiranía de la comunidad es absoluta.
Y aquí, por supuesto, la palabra premio se entiende en un sentido que nunca le habríamos adjudicado si no fuera por este relato. "No es justo", dice Tessie Hutchinson, la agraciada por el premio al final del relato, pero ella protesta porque cree que ha habido un error en el procedimiento, sólo por eso. Sus protestas, como es natural, no sirven de nada. Y entonces empieza ese juego –o rutina, o tradición, o ritual, o pasatiempo– al que se entregan los habitantes de ese pueblo sin nombre justo cuando empieza el verano y justo cuando la gente debiera empezar a ser feliz. O tal vez, quién sabe, justo cuando la gente empieza a ser feliz. Y todo gracias a que existe la lotería. Y el premio.
Shirley Jackson (San Francisco, 1916-Vermont, 1965) fue una niña gordita que se avergonzaba de tener ideas raras. Con su marido, profesor, se instaló en un remoto pueblo de Vermont. Tuvo cuatro hijos. Padecía ataques constantes de ansiedad (lo que no le impedía escribir crónicas divertidísimas sobre las amas de casa). Tenía un lema: “Me regodeo en lo que temo”, que trasladó a sus historias llenas de personajes inquietantes o perturbados. Sus novelas La maldición de Hill House (1959) y Siempre hemos vivido en el castillo (1962) se han convertido en clásicos del terror contemporáneo.
También te puede interesar
ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Lo último