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Los artistas del hambre | Crítica
Los artistas del hambre (o los orígenes de la performance). Fernando González Viñas. El paseo. Sevilla, 2022. 104 págs. 20,95 €
El ascetismo, la purificación, cierto repudio de las tareas orgánicas del hombre, quizá sea tan antiguo como la humanidad misma, cuando avalora su carácter trascendente. Del Buda a Cristo, y su posterior emulación histórica, es fácil que el lector recuerde una porción de ascetas que se adentraron en el desierto y escogieron la aridez del mundo para dar una idea de sí, no maculada por las impertinencias del cuerpo. No en vano, el siglo XVII, “el siglo maldito” de Geoffrey Parker, volvió a llenarse de anacoretas y almas errantes que anhelaron, entre la intemperie y el silencio conventual, refugio contra una hora inclemente. Incluso la dulce melancolía de Lorena, El embarco de Santa Paula Romana (1639), alude a un episodio de anacoretismo: la marcha de la santa y su hija al desierto de Antioquía, en busca de San Jerónimo. Pero es en el pliegue que va del XIX al XX cuando un ascetismo por lo civil, “el artista del hambre”, vuelve a adquirir un relieve que, visto desde hoy, acaso se nos ofrezca como incomprensible. Este último y sorprendente eremitismo, “contaminado” por la vanguardia, es el que analiza aquí, por escrito y en cómic, el escritor y dibujante cordobés Fernando González Viñas.
Recordemos, pues, el célebre relato de Kafka, “Un artista del hambre”, cuyo desenlace y cuya trama, como demuestra Viñas, no se corresponden con la realidad social e histórica de aquel fenómeno. En contra de lo fabulado por Kafka, cuyo personaje muere en el olvido, los artistas del hambre, masculinos y femeninos, que van de los ochenta del siglo XIX a los años 30 del XX, gozaron de una celebridad internacional, que agitó y conmovió a las muchedumbres. Por supuesto, era el carácter dramático y excepcional, vagamente circense, de tal espectáculo, el que atraía a las masas (era la hora, ay, de Joseph Merrick, “el hombre elefante”); pero también un tenue cientifismo, superficial y omnipresente, que mostraba al hombre ante sus propios límites, con la eficacia y la pulcritud del entomólogo. Como recuerda oportunamente Viñas, la Gran Guerra suspendería el interés de tales dramas; siendo así que volvería, depuestas ya las armas, con un refinado eco tardorromántico que concierne a Baudelaire, a Barbey D'Aurevilly, a un desdichado Oscar Wilde, antes de su desdicha: a partir de 1918, el artista del hambre ya no se presentará como el campeón de un atletismo gástrico, sino como el símbolo impar y desdeñoso de un nuevo dandismo, que lo emparenta, no obstante, con el viejo eremitismo oriental.
Aquella aspiración del dandy a un sacerdocio marcial, a una espiritualidad que huye, deliberadamente, de lo útil, adquiere en el artista del hambre su relieve más inmediato. Se trata de una forma encapsulada de pureza (aquellos artistas del hambre se exhibieron por Europa y América en habitáculos de cristal que invitaban al curioseo indiscreto); pero se trata, en igual modo, de un triunfo de la voluntad, que acaso ya no fuera dirigido a dominar las exigencias de la biología, sino a destacarse, decididamente, sobre la medianía sociológica. La flor anaerobia del dandismo no podía explicarse, en modo alguno, sin el colofón masivo de las grandes metrópolis europeas. Y es en esa rugiente multitud (“el hombre de la multitud” de Baudelaire y Poe es quien ve todos los espectáculos que ofrece la ciudad insomne), donde alcanzarán su gloria y su fortuna estos artistas de sí mismos, cuyo arte consiste en adelgazar su yo, hasta decantarlo en una espiritualidad, acotada y defendida por mamparas.
Por todo lo dicho, esta asombrosa aventura, protagonizada por gentes como Mollie Fancher, el doctor Tanner, Giovanni Succi, Papus, Stefano Merlatti, Claire de Serval o la elegante Daisy, es también una aventura del periodismo de masas. Así se evidencia tanto en el esclarecedor ensayo con que se abren estas páginas, como en el cómic que le sigue. Un cómic que explora diferentes modos gráficos, y donde González Viñas profundiza y recrea aquel mundo, acaso no tan lejano, en el que el artista del hambre fue algo así como una pequeña deidad artesanal, contraria a la abundancia fabril del siglo.
González Viñas vincula expresamente el nacimiento de la performance, en 1916, en el Cabaret Voltaire de Zúrich, con esta otra preformance, entre artística y alimenticia, del “artista del hambre”. No en vano, en ambos fenómenos se utilizará el cuerpo del artista como útil, como herramienta principal, no del todo crematística. Pasada la Segunda Guerra Mundial, no obstante, el artista del hambre desaparece. O cuando menos, ha variado su aceptación social en dos aspectos: la recepción hostil por parte del público, que increpa o reprueba al nuevo artista del ayuno, como David Blaine; y en segundo término, cierta cualidad expiatoria, punitiva, del nuevo artista del hambre, de la que antes carecía. Los angustiosos experimentos o happenings de Burden y Azcona, recordados aquí por Viñas, guardan ya una relación, digamos de oposición, con el artista del XIX-XX. De aquella vindicación del yo, entre espiritual y ascética de la anteguerra y la entreguerra, llegamos a un arte punitivo donde público y artista coinciden en deplorar y maltratar al hombre, convertido ya en residuo.
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