Actualización del héroe

Las imágenes de la aventura | Crítica

'Las imágenes de la aventura', de José Antonio Antón Pacheco, trata de mostrar la perduración del mito, del héroe, de su función arquetípica y milenaria, en los cómics de la segunda mitad del siglo XX

Almanaque de El capitán Trueno, obra de Mora y Ambrós, para 1958
Almanaque de El capitán Trueno, obra de Mora y Ambrós, para 1958
Manuel Gregorio González

06 de septiembre 2020 - 06:00

La ficha

Las imágenes de la aventura. José Antonio Antón Pacheco. Athenaica. Sevilla, 2020. 132 páginas. 12 €

Una breve ensayo del profesor Antón Pacheco nos pone, otra vez, sobre la pista del héroe. Del héroe trasplantado al cómic, como vehículo apropiado para la continuidad del mito; y del mito como necesidad intemporal que se filtra y se acomoda a cualquier formato. Esto implica, necesariamente, que Las imágenes de la aventura estén dedicadas, en su mayor parte, no a la distinta modulación que el héroe adquiere en cada época; sino a los rasgos que, a través del tiempo, permanecen sin variación y lo distinguen del mero personaje literario. Por otra parte, el lector curioso de tales asuntos recordará, sin duda, el célebre ensayo de Eco, Apocalípticos e integrados, donde el cómic adquiría una relevancia formal, una particularidad expositiva, inseparable de los nuevos mass-media, hoy no tan nuevos y casi en vías de extinción. De modo que esta obra de Antón Pacheco vuelve a abundar en dicha forma de expresión artística, acaso minusvalorada, pero desde una perspectiva complementaria: aquélla que la vincula, no al vértigo de las rotativas, sino a la literatura oral, a Homero y Gilgamesh, a las viejas sagas hiperbóreas.

Es en la romantización del medievo, propia del XIX, donde Antón Pacheco sitúa una de las fuentes del cómic

Como parece lógico, Pacheco acude a la psicología de Jung y a la erudición mitológica de Eliade para fundamentar su tesis. Las tareas del héroe, la figuración del mal, el camino y sus trampas, las pruebas a que se somete el heroísmo, son todos pasos que adquieren una singular trascendencia, y que conectan al héroe con lo sagrado. Estos mismos pasos son los que Propp enumeraba en su Morfología del cuento, sin aludir al orbe de lo trascendente, pero vinculando la literatura infantil a la sencilla horma mitológica. Lo cual era fruto, como sabemos, de las compilaciones del XVIII y el XIX (Perrault, los hermanos Grimm, las colectáneas de Fernán Caballero...); pero también de una forma particular, vale decir, romántica, de acercarse al pasado. Es, pues, en esta romantización del medievo donde Antón Pacheco sitúa una de las fuentes del cómic. Y en concreto, en esa ponderación del héroe, del amor, de la magia, de la aventura, que llegaría hasta las primeras décadas del XX en la literatura “adulta”, y que se preservó en el cómic, como producto infantil, hasta la segunda mitad del XX.

Un pasaje evocador de Las imágenes de la aventura explica con suficiencia la fuerte sugestión del cómic: “Cuando volvíamos del colegio, ya anocheciendo, entrábamos en una dimensión distinta: la dimensión imaginal”. Esta dimensión imaginal no puede separarse, como recuerda Pacheco, del orden aleccionador y de la empresa milenaria del héroe. Bruno Bettelheim explicaba en términos psicológicos, como necesidad del niño, lo que aquí se determina desde su aspecto mítico y antropológico. Es, pues, esta continuidad del arquetipo, el combate imperecedero entre el Bien y el Mal, su configuración del mundo y el misterio, lo que, a juicio de Pacheco, se conservará en el cómic durante décadas, hasta su ocaso a mitad de los 70 del siglo pasado. Por otra parte, dicha dimensión imaginaria acaso guarde relación con la particular circunstancia española de la postguerra, que Carr había subrayado -la necesidad de evasión-, al referirse al éxito del cine de “sesión continua”. ¿Influyó la general desdicha de los españoles en la difusión de Roberto Alcázar y Pedrín o las aventuras de El Capitán Trueno? Probablemente. Pero también, como parece obvio, la necesidad de orden y claridad y pureza, la necesidad de sentido y de aventura, que destila el mito.

No podemos vincular, en cualquier caso, este empeño de Antón Pacheco con aquella empresa de Warburg que le llevó a indagar los invariantes formales, sus célebres pathosformel, con que se habrían expresado los sentimientos durante siglos. Esta pequeña indagatoria de Antón Pacheco no pretende tanto. Pero sí destacar la prevalencia del héroe, su impensado surco, en lugares y formas consideradas como triviales. Aquel magisterio del arquetipo, probablemente, se haya desplazado hoy a los videojuegos. De modo que Las imágenes de la aventura son también, de modo inevitable, una arqueología. Una arqueología, repito, que no ha querido indagar en la distinta recepción del mito en el curso de los siglos; sino en su actualidad, en su discreta vigencia, mediante en un bello soporte, hoy en desuso.

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