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Jesús Maeso | Escritor
Es aún, en el siglo XXI, seña de identidad de los pueblos del Mediterráneo: el aceite ha sido el elemento material que ha unido a todas las gentes de este rincón del mundo desde el inicio de la civilización. A este lado del arco, lo trajeron los fenicios: la tradición dice que plantaron un primer árbol sacramental en el templo de Melkart. Se contaba que era el árbol de oro y plata de Pigmalión, pero lo que realmente ocurría es que brillaba con los exvotos. Ese árbol sería padre de otros, y señal de que el sur de la Bética sería buena tierra para el árbol múltiple, el que le valió Atenas a Atenea. El aceite era alimento, materia prima de medicina y perfumería, elemento sacramental y, muy importantemente, material de combustión: “Los fenicios entran en contacto con los tartesos e inundan de olivos todo lo que pueden, y los grandes señores de la guerra se dan cuenta de que era un bien extraordinario y merecía la pena sembrar los campos del río con olivos. Por eso éramos la provincia predilecta de Roma”.
“Para los romanos –puntualiza–, el aceite era un gran negocio. Los orientales, sin embargo, aún lo dotaban de un algo transcendental, lo llamaban zeit (luz), porque con él se iluminaban”.
Entre los muchos usos del aceite estaba, por supuesto, el ser materia prima para la elaboración de remedios, y las referencias a antiguos usos y ungüentos son continuas a lo largo de Oleum, la novela que ahora presenta el autor: “Teniendo en cuenta sus recursos, eran bastante buenos cirujanos –apunta Jesús Maeso–. Y se sabía que a Salomé, por ejemplo, la surtían de perfumes grandes perfumistas hebreos. El báculo de la cruz y las serpientes probablemente lo cogieron de la simbología griega, y vuelve a aparecer entre los terapeutas de Alejandría”.
El protagonista de este nuevo título, publicado con Harper Collins, está relacionado, de hecho, con el olivar más famoso del imaginario occidental: el Getsemaní. Jonás es un fariseo cuya familia elaboraba el óleo que había que preparar para designar al salvador, el ungido: “Documentándome para esta novela, es cuando he descubierto que tenemos asimilado que los fariseos eran los de los sepulcros blanqueados, cuando realmente eran los saduceos”. Unos cardan la lana y otros llevan la fama. La mala prensa histórica afecta también a otro de los personajes que asoman en la novela, Salomé: “Creí que tenía una deuda con este personaje, porque ha pasado a la historia bajo un filtro que considero injusto –explica–. Parece la encarnación de la perfidia y responsable última de la muerte de Juan Bautista cuando, en realidad, como ella misma dice en la novela: ¿desde cuándo se ha visto que en Judea una mujer tenga semejante poder?”.
Como es habitual en las historias de Jesús Maeso, la trama propone un recorrido “argonáutico” –nunca mejor dicho, porque el nombre helenizado de Yesuah es Jonás–. El nervio lo ponen una historia de venganza y la debacle de la esclavitud: “Una realidad –comenta Maeso– tan presente en el Imperio Romano que no hubiera podido existir sin ella y que, sin embargo, es obviada en toda su crudeza y profundidad cuando hablamos de la época, o cuando ficcionamos sobre ella”. El objetivo de cualquier esclavo era conseguir la libertad, redimiéndose a partir del favor del amo o del valor de su trabajo. El protagonista de Oleum tiene mucho a su favor porque es un olearius, un especialista en todo lo relacionado con el olivo y los distintos trabajos del aceite.
La suerte hace que vaya a parar a la domus de Séneca padre (e hijo), que poseía enormes extensiones de olivar en la Bética: “Séneca tenía dinero a espuertas porque era un latifundista en la provincia más rica, y favorita, de Roma –desarrolla Maeso–. A traducción actual, sería el equivalente a tener algunos pozos de petróleo en Arabia Saudí”.
Destaca aquí la figura de la matriarca, Helvia Albina, una mujer que gozaba de una autonomía considerable para la época gracias a la potestad que le otorgaban sus tres hijos y un enorme patrimonio. Helvia Albina podía hacer y deshacer en la hacienda, pero necesitaba el permiso del marido (que no tenía) para asistir a lecturas de filosofía.
La época es, desde luego, generosa en secundarios: Pilatos, Herodes, los emperadores de la familia Claudia, Saulo de Tarso, el propio Jesús de Galilea, “que nace judío, vive como judío y muere como judío”: “Quería plasmar también –continúa Jesús Maeso– cómo se va forjando el mito del cristianismo y por eso describo las tres modalidades que, en muy estrecho margen de tiempo, eclosionan: el cristianismo de Jesús, el cristianismo de Pablo (que introduce muchos elementos orientalizantes) y el de Alejandría, que sería una rama aún más intolerante. Es ya en el famoso conciliábulo de Herodes Agripa cuando se separa el cristianismo del cuerpo de creencias judías”.
“Por ejemplo –prosigue–, entre las muchas diferencias fundamentales que le valió al cristianismo su condición de anatema, estaba la proclamación de Jesús de Nazaret como Hijo de Dios, algo que no está registrado, mientras que sí lo está lo de Hijo del Hombre. Así como el tema de la resurrección... Por supuesto, no sería ajusticiado por esto sino por proclamarse rey de los judíos”.
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