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Sevilla/Quien no lo supiera ya, se fue sabiéndolo: escuchar a Mario Vargas Llosa narrar alguna anécdota, evocar un episodio de su adolescencia, desmenuzar los detalles de la cocina de escritor de aquel formidable pasaje concreto de aquella novela, es (casi) tan placentero e hipnótico como leerlo. Media hora antes del comienzo del acto, el patio de la Fundación Cajasol bullía la noche del jueves de público que, a falta de butacas libres, se arracimaba en los pasillos laterales. Ambiente de impaciencia, murmullos de expectación. El Nobel peruano, esplendoroso fin de raza, es uno de los pocos autores vivos a los que se contempla con la devoción de los seres un poco legendarios –fue aparecer sobre el estrado y la torpe coreografía iluminada de los móviles tomando fotos se activó con la misma premura nerviosa que en un concierto de algún cantante guapo y banal–, y gran parte de ese hechizo se remonta medio siglo atrás, cuando, a sus poco más de 30 insultantes años, publicó Conversación en La Catedral.
Esa efeméride, los redondos 50 años que acaba de cumplir esa novela, monumental en el conjunto de su obra e ineludible en la tradición narrativa en español del siglo XX, fue el motivo central de la charla que mantuvo el escritor con el periodista y editor Juan Cruz. Ha dicho muchas veces Vargas Llosa –y lo recoge de nuevo la fajita elogiosa que acompaña la edición conmemorativa que acaba de lanzar Alfaguara– que ese libro fue el que más le costó escribir, y que por ello mismo, si tuviera que salvar sólo una de sus novelas del fuego, sería ésa. "Las canas que yo tengo me las sacó esa novela", bromeó el autor, que sintió, al terminarla, que en el trance de lograrlo definitivamente se había hecho escritor.
"Pero antes de escribirla, la viví", recordó. Vargas Llosa tenía 12 años cuando el general Manuel Odría dio en 1948 un golpe militar en Perú que sumió al país en una dictadura ultracorrupta y violentísima. Ocho años duró la asfixiante pesadilla militar. "Para mi generación fue especialmente dañiña porque nos hicimos hombres en ese mundo. Por eso ya en aquellos años, siendo adolescente, pensaba en escribir alguna vez una novela, pero no tanto sobre la dictadura como sobre los efectos de la dictadura, no sólo en las instituciones políticas sino en ámbitos aparentemente alejados de ellas como la vida personal y profesional", contó el autor. Todo, en fin, lo corrompió la dictadura. Y en ese sentido Conversación en La Catedral es una "novela política", evidentemente, pero lo es "en el sentido más ancho de la palabra", quiso matizar.
Y tenía todo el sentido el matiz. Porque la novela va muchísimo más allá de lo que hoy se vendería con el lacito promocional de novela de denuncia. Va tan más allá que, de hecho, no es eso, sino otra cosa. Y ahora toca hablar de novela total. Es lo que se suele decir de una novela como Conversación en La Catedral, y lo sabe perfectamente él, que con su humor de seductor incorregible se rio de sí mismo al referirse a la colosal ambición que impulsó la escritura de esa novela como la tendencia a la "elefantiasis" de un autor que en sus momentos de fluidez y euforia, una vez hallada la manera de contar lo que quería contar tras un tortuoso año buscándola, se sentía muchas veces ante la página como "saliendo de un túnel", con la energía y el ímpetu de "un jabalí". Tanta, reconoció, como para saber que "contar la totalidad de la experiencia humana en su infinita variedad y riqueza es algo que ninguna novela jamás podrá conseguir", pero que aun así ese empeño está "en el corazón de toda gran novela" y por tanto hay que intentarlo.
En la edición conmemorativa de la que hablamos antes, el escritor ha accedido a incluir una suerte de apéndice complementario, compuesto por cartas que se cruzó con amigos en aquella época, mediante las cuales el lector puede fisgonear un poco, lo justito para que no se pierda el hechizo que invoca toda gran novela, en la trastienda de la misma. "Yo había empezado a escribir episodios que no estaban conectados, sobre distintos personajes de distintos medios sociales, pero era todo muy confuso", recordó. Hasta que emergió "la idea de una conversación". "Creo que lo he conseguido y mi exaltación no tiene límites", confiesa en una de esas cartas plagadas de "reflexiones, alegrías y exabruptos" que recoge el nuevo volumen.
Vargas Llosa logró, por fin, "empezar a ver la novela como un todo" cuando se le ocurrió juntar para beber y recordar en la misma tasca limeña, La Catedral, a dos personajes que a la postre ejercerían de "columnas vertebrales" de una novela en la que las voces y las historias entran, salen, se mezclan entre sí o se lanzan ecos y reflejos en la distancia. Son, claro, Zavala, Zavalita, un periodista desengañado, de clase media, el de la pregunta ineludible de cuándo se jodió el Perú que seguramente ni un solo columnista de este país –pasquines de asociación de vecinos incluidos– ha dejado de emplear desde entonces; y el zambo Ambrosio, antiguo chófer del padre del primero. Con el hallazgo de la estructura de la novela, mezcla de "inteligencia e intuición", cambió el título que iba a tener en un principio: "La historia de un guardaespaldas".
En ese momento de la charla, el auditorio ya estaba totalmente imantado con el verbo preciso y cadencioso del escritor, que escribió la novela durante tres años en una mesa adornada –y bendecida– con un retrato de Sartre. “En aquella época lo leía y lo citaba mucho, pero lo más grande es que me lo creía todo”, bromeó el autor antes de recordar las "discusiones apocalípticas" que tenía a finales de los 60 con sus amigos al enfrentar al filósofo francés y a Borges, al que el Vargas Llosa de aquel entonces condenaba públicamente por "recelos ideológicos" pese a que luego lo leía en privado y levitaba.
El Nobel habló también de los vasos comunicantes que existen entre Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo, otro de sus hitos, probablemente su último libro a la altura de la mejor versión de sí mismo, y la recién publicada Tiempos recios. La figura del tirano cruel y omnímodo, la infinita potencia corruptora del poder y el envilecimiento de la sociedad sometida a ambas cosas son temas manifiestamente comunes a las tres. Sin embargo, explicó el escritor, nunca ha creído tener "un proyecto del que esas novelas sean un reflejo". "Han ido surgiendo de experiencias totalmente inesperadas", contó.
La fiesta del Chivo la escribió, muchos años después, a raíz de una visita a mediados de los 70 a la República Dominicana para rodar un documental. Trujillo, el sádico tirano del país, había muerto ya y la gente comenzaba a contar historias "imposibles". Él no daba crédito, pero cuando un colaborador del sátrapa demencial le confirmó que sí, que era cierto –por ejemplo– que los campesinos del país le regalaban sus hijas a Trujillo cuando éste visitaba sus tierras, sintió la "imperiosa necesidad" de escribir sobre aquel hombre y aquel régimen y lo que habían hecho ambos con las vidas y las mentes de la gente aquella isla al borde de la maldad inverosímil. Tiempos recios, reconoció al final, rectificándose levemente a sí mismo, sí ha sido "una especie de desprendimiento del Chivo", pues también a Guatemala –donde transcurre esta última novela– llegó la larga mano de Trujillo.
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