El Cristo de Burgos en Sevilla
Los agustinos extendieron la devoción al Cristo de su convento de Burgos por España e Iberoamérica El Crucificado de San Pedro perdió similitud con el castellano en el siglo XIX
A muchas personas les extraña que en Sevilla exista un Cristo advocado de Burgos. En contra de lo que pudiera parecer, esta imagen no procede de la ciudad castellana. El autor del Crucificado, Juan Bautista Vázquez el Viejo, lo talló en 1573, "a semejanza del existente en Burgos". Sin embargo, el parecido actual es relativo, debido a que en la restauración realizada por José Ordóñez, en 1882, le sustituyó el pelo natural por cabello de estopa y pasta. Asimismo le hizo un sudario de telas encoladas. De este modo, lo descastellanizó, y lo dejó más sevillano.
La devoción al Cristo de Burgos en Sevilla era muy antigua. La imagen, que estaba en San Pedro, es el Crucificado más antiguo documentado de los que salen en Semana Santa. En Sevilla existió una cofradía del Cristo de Burgos en el desaparecido convento Casa Grande de San Francisco y posteriormente en San Ildefonso. Cuando se reorganizó en el siglo XIX, dio lugar a un curioso episodio con los cofrades del Buen Fin, que se trasladaron a San Pedro en 1888 y dedicaron culto a este Crucificado, hasta que obtuvieron nuevas reglas en San Antonio, en 1908.
Con el Cristo de Burgos castellano también guarda relación el de San Agustín de Sevilla, actualmente integrado en la cofradía de San Roque, donde recibe culto la réplica que talló Sánchez Cid en 1944, en sustitución de la magnífica imagen que fue quemada en los disturbios de 1936. El primitivo Cristo gótico de San Agustín, de claras semejanzas al burgalés, era una de las grandes devociones de Sevilla en siglos pasados. Y es que fueron los agustinos quienes propagaron la devoción al histórico Cristo de Burgos, y al crucificado de la Buena Muerte, en general.
En la Casa de los agustinos de Burgos recibió culto la imagen que ahora se venera en la Catedral de esa ciudad. Es un Cristo muerto, fechado en el siglo XIV, que impone por el rigor extremo de su martirio. Desde que esa devoción se fue propagando, los agustinos la extendieron por España e Iberoamérica. En sus iglesias encargaron imágenes de Cristos, de mayor o menor semejanza al de Burgos. Entre ellos, estuvo el del desaparecido convento agustino de Sevilla.
En otros templos, no siempre vinculados a los agustinos, también había imágenes de Cristos de Burgos, que en algunos casos dieron origen a cofradías. Es el caso de la que existe en Sevilla, cuya refundación dio lugar a una situación interna de la que se derivó la actual del Buen Fin.
Hoy, sin embargo, todo eso nos suena a historias muy antiguas. Con el discurrir del tiempo, se puede afirmar que hay dos modelos iconográficos del Cristo de Burgos: el de la Catedral de la ciudad castellana y el de la parroquia de San Pedro en Sevilla. Son diferentes, como modelos artísticos, pero complementarios en un mismo afán: la plasmación sublime y severa de la Buena Muerte de Cristo en la cruz.
En las iconografías de los Cristos de Burgos se aprecia la desnuda y terrible frialdad del Jesús martirizado. Momento trascendente de la muerte, que se encarna en el arte cristiano desde el románico y el gótico, para alcanzar su cima estética y devocional en la evolución hacia el barroco. Tiempos de dudas, en el arte y en la religión, que se subliman cuando las imágenes del Crucificado aciertan a mostrar todo su rigor mortis. Por encima de todos los misterios, está el misterio supremo, que es la muerte en la cruz, de la que brotará la Vida.
En el Cristo de Burgos, en el de aquí y en el de allí, no vemos aún la vida, si acaso la presentimos, porque está presente toda la crudeza del momento más difícil.
Se le conoce como Cristo de Burgos, pero es el Cristo Muerto, sin disimulo. Muerto va por las calles de Sevilla, con la cruz esquivando balcones de la Alcaicería, cuando de noche vuelve hacia San Pedro. En esas noches de oscuridad, que tantas veces hemos vivido en su plaza, se siente como nunca la Verdad, escueta y poderosa, del Crucificado.
El Cristo de Burgos es una metáfora, oculta en el nombre de una ciudad con la que se le reconoce. Puede que sea también un eufemismo, por no decir el nombre de la Muerte.
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