"En mucho cine de ahora echo de menos que respire más vida"
Juan Sebastián Bollaín | Cineasta, arquitecto y urbanista
Autor de lúdicas y experimentales obras sobre la Sevilla de los 70, este singular director recibe este sábado en el Lope de Vega el galardón honorífico de los Premios Asecan
Sevilla/Lo que siempre buscó Juan Sebastián Bollaín lo dice la narradora de Sevilla rota (1978): "Experimentar con las posibilidades del cine para hacernos ver, con nuestros propios ojos, cosas maravillosas que aún no existen en la realidad, inventar ciudades y que las veamos funcionando, inventar formas de vida, costumbres distintas, romper el tiempo, romper el espacio conocido". Nacido en Madrid en 1945 pero afincado en Sevilla desde niño, Bollaín es autor de una obra iconoclasta, entre la experimentación y la devoción por la cultura popular y callejera, que con energía risueña y libertaria y entre ecos de Buñuel, la nouvelle vague y los vanguardistas primitivos, tiende a la reflexión juguetona sobre las transformaciones urbanas, el uso del espacio público y la memoria colectiva asociada a él; no en vano, profesionalmente se ha dedicado a la arquitectura y el urbanismo.
Aunque también ha hecho cine convencional, como las películas Las dos orillas (1986) y Belmonte (1995), hoy es celebrado, sobre todo, por sus cortos de los 70, "bombas de vida lanzadas en voz baja", como él las definió, y entre las que se cuentan Sevilla en tres niveles, La ciudad es el recuerdo, la mencionada Sevilla rota o, claro, La Alameda, obras todas en las que Bollaín, anárquicamente y a salto de mata, con ironía y mucho cachondeo, cartografió la Sevilla underground (o la real, como se prefiera). No contento con elaborar estas artesanales postales firmadas con amor, Bollaín, empleando técnicas y alegres trucos que dejaba a la vista del espectador, diluía en ellas la normativa frontera entre documental y ficción, proyectando sobre esa ciudad otra Sevilla, imaginaria pero no del todo o no siempre imposible, llena de sorpresas y de sentido del humor y con un deseo pletórico de libertad.
Este sábado, en los Premios Asecan, donde se sancionará la cosecha audiovisual andaluza del pasado año, se le entrega el Premio de Honor. "Los piropos siempre agradan", dice, recién salido de una intervención quirúrjica que seguramente le impida asistir a la ceremonia en el Lope de Vega. "Sientes que se reconoce que durante toda tu vida has hecho cosas en las que creías. Pero tampoco hay que creérselo demasiado, sólo un poquito", añade Bollaín, que vive en un primero pero en el ascensor hay que marcar el 3, y que debido a la convalecencia habla tumbado en el sofá y con los ojos cerrados por consejo médico, todo lo cual compone una rara escena, entre divertida y psicoanalítica.
–Llega usted al cine de manera totalmente autodidacta...
–Vivía en un pueblo sin cine. Pero cuando llegué a Sevilla, con 8 años, tampoco iba. A los 14, a saber por qué, a mi padre le dio por regalarme una camarita, lo que entonces se llamaba un tomavistas, todo muy doméstico, y desde entonces no he parado de hacer películas. Si mi obra es experimental, como se dice, desde luego no lo es con mayúsculas, en plan intelectual, sino porque lo que uno hace cuando le dan un juguete es investigar, probar, preguntarse cómo funciona. Por eso he dicho a veces eso de que yo he inventado el cine, y la gente se reía. Me refería a eso, a que yo hacía panorámicas, travellings, primeros planos, pero de manera intuitiva, antes de saber que eso estaba codificado, que era todo un lenguaje. No voy a menospreciar las escuelas de cine, sería injusto, pero a mí me ha enseñado más hacer tonterías por mi cuenta.
–No mucho después llegaron Godard, Truffaut, Rohmer...
–Cuando empecé a ir al cine era el auge de la nouvelle vague y a mí aquello me parecía espectacular, era distinto al resto del cine, era gente que estaba inventando el cine a su manera. Como ellos atacaban a Hollywood, más por su forma de hacer que por otra cosa, yo también me hice antiamericano, anticonvencional, cuando en realidad yo no sabía, con respecto al cine, qué era lo convencional y lo americano. Bueno, era el espíritu de la época. De hecho me encanta Hollywood, pero entonces sentía que debía parecerme detestable.
–¿Y Buñuel?
–Lo adoro. Y además me parece que el surrealismo no ha muerto, de los muchos ismos que desaparecieron al cabo de un tiempo, es el único que continúa vigente. Tiene tanta fuerza porque recupera el significado de las palabras y de las imágenes, y en ese sentido la obra de Buñuel no deja de ser asombrosa.
–¿Es usted tan utópico como sus trabajos cinematográficos?
–El mundo avanza por utopías, si las sabes manejar pueden llegar a ser explosivas en el mejor sentido. Se dice muchas veces con desprecio de algo que es utópico, como si fuera uno ingenuo por plantear las cosas de otro modo. Pero resulta que muchas veces persiguiendo una utopía se puede llegar más lejos en la realidad. A ti te dicen que algo es imposible, vale, pero si tú lo ves aunque sea recreado mediante trucos, si tú intuyes algo que al menos se acerca, eso te hace cosquillas en la mente. Eso moviliza. Puede llegar a movilizar, al menos. Por eso la Sevilla que aparece en mis primeros trabajos parece disparatada pero toca los puntos que te hacen pensar en el lugar donde vives.
–¿De qué manera relaciona el cine con sus otras dos grandes pasiones y ocupaciones, el urbanismo y la arquitectura?
–Una película y un edificio tienen muchas cosas en común: la sucesión de espacios en el tiempo. Tú no puedes ver un edificio de una vez, del tirón: tienes que recorrerlo, y entonces vas viendo espacios, entrando en unos, saliendo de otros. Y eso es lo que hacemos también con las películas. En este momento de mi vida me doy cuenta de que me he tomado más en serio el cine, o por decirlo de otra manera, que en la arquitectura nunca he ido tan a por todas como en el cine.
–Llama la atención el hecho de que, siendo obras tan iconoclastas y tan poco sesudas, muchas de ellas fueran encargos de instituciones como la Gerencia de Urbanismo de Sevilla o de distintos colegios de arquitectos...
–Uf, eso provocó muchas historias cómicas, podría contar mil. Por ejemplo, recuerdo cuando presenté La Alameda en el Colegio de Arquitectos y el decano, al llegar la escena en la que se ve a través de una ventana a las prostitutas haciendo sus cosas con un hombre, se puso de pie durante la proyección y mandó pararla gritando: ¡O las putas o yo! Y entonces yo le dije: mira, si la hiciera de nuevo podría sacarte en ella, pero está hecha ya y si la escena de las putas no sale, yo no pongo la película. Total, que fueron las putas [risas]. Pero no por un empeño pornográfico, sino porque era una parte importante de la realidad de la Alameda de entonces, ¿o es que no sabemos todos que era así?
–En Sevilla 2030, realizada en 2003, hablaba ya de Sevilla como parque temático y de los estragos de la especulación inmobiliaria. Mucho antes aún, en Sevilla rota, de 1979, expresó su temor a que el casco histórico se convirtiese de facto en un enorme centro comercial. ¿Es usted un visionario, como dicen sus entusiastas? ¿O no era difícil verlo venir pero los políticos son demasiado aficionados al corto plazo?
–Lo último es seguro y evidente. Y de visionario yo no tengo nada, no soy tan sofisticado, ni tampoco un genio de la imagen y el sonido, pero sí he hecho lo que he querido, y creo que, de algún modo, cuando haces las cosas con tanto desparpajo y con tanta libertad, conectas necesariamente con la verdad. Bueno, no digo que sea la verdad, sino una verdad, la mía, y eso ya es algo. Luego está toda esa gente tan lista que dice: ah, que esto es un encargo institucional, pues entonces a sus órdenes, su majestad, y así es como acaba uno derrotado antes de empezar. Yo he tenido que echarle muchos huevos a esto, lo he pasado muy mal, mi carrera ha sido una mezcla de entusiasmo y depresión, una lucha constante. Pero yo no voy a decir la imbecilidad que otro me ha dicho que diga, por mucho encargo institucional que sea; oiga, para eso, diga usted mismo su imbecilidad.
–Volviendo a Sevilla 2030, la película comienza con una carta a Sevilla, leída por Juan Diego, en la que afirma que "Sevilla será la mejor ciudad del mundo... si quieren los sevillanos", y que a la ciudad le cuesta mucho "escuchar humildemente"...
–Joder, la que me cayó por decir eso... A alguno le sentó mal, digámoslo así, ni te digo algún artículo que leí, que parecía yo peor que un delincuente. Pero vamos, la cuestión es que es verdad, el sevillano está encerrado en sí mismo y tiende a pensar que lo mejor es lo que ya hay. Cuando llegó la Expo muchos pensamos que se abriría la ciudad, y se abrió, pero no como todos hubiéramos querido. Que Sevilla es una ciudad maravillosa lo sabemos todos, pero tiene problemas evidentes de autocomplacencia.
–El pasado lunes supimos que Sevilla, atendiendo a su renta per cápita, ha bajado una posición en la clasificación de las ciudades más ricas de España. ¿Va a resultar que el monocultivo turístico no era la panacea?
–¡Ay, me entran unas ganas de hacer una película...! Es que yo las películas las hacía para pensar. Por eso me encantaría decir algo al respecto, pero mi respuesta no sería la de un urbanista o la de un sociólogo, no me gusta pontificar, vender soluciones, porque además quién soy yo para hacer eso. Mi función, en todo caso, sería estimular la imaginación de los demás. Y Sevilla va sobrada de gente creativa que sería capaz de imaginar otro modelo de ciudad si le dieran voz. +
–Pasa usted por ser un cronista sui generis de la Sevilla underground de los 70. ¿Queda hoy algo de aquella ciudad?
–Es complicado. Podrían decir que soy un nostálgico. O un triunfalista, porque Sevilla hoy está muy viva en muchos aspectos. Nostálgico, triunfalista, en realidad da lo mismo. Lo que sí puedo decir es que aquella ciudad no era underground, eso es una cosa que se dice ahora, que se dijo después: en aquel entonces era una ciudad deprimida y con muchos problemas. Pero, sin idealizar el pasado, que tuvo grandes dificultades, por ejemplo, a bote pronto, una dictadura, tengo la impresión de que era una ciudad más alegre, más esperanzada. En ese aspecto, echo de menos esa sensación de que todo era posible, o un poco más posible que ahora.
–Entre sus grandes amistades de los 70 estuvieron Gualberto o Fernando Ruiz Vergara, el autor de Rocío, aquel documental que tanto escándalo causó...
–Éramos muchos haciendo cosas, sí. Sin embargo, no me sentía parte de algo parecido a un movimiento o a un caldo de cultivo común. Uno vive la vida en presente y no tiene esa noción de estar atravesando una época de transición o más decisiva que otra, yo diría que no éramos nada conscientes del momento histórico, digamos. Al menos en mi recuerdo, aquella época no fue muy gremial. O tal vez es que yo soy demasiado solitario y lo recuerdo así. Pero ahora, cuando pienso en ella, tengo la impresión de que fue una época un poco solitaria.
–Hizo usted películas convencionales pero comercialmente fracasaron. Hoy, de hecho, es celebrado por sus trabajos más raros y aventureros. ¿Tiene alguna espinita clavada con respecto a la fortuna dispar de su obra?
–En realidad es bastante lógico que mis primeros trabajos gusten más. Son los que están hechos con más libertad y amor por el cine, y cuando uno pone su alma en lo que hace se nota, además de que están menos desvirtuados por circunstancias del cine como que un productor meta mano en la película. En cuanto a los fracasos, el de Belmonte fue estrepitoso. Pasó por muchos motivos. Y sí, claro que se me quedó clavada la espinita. Y diría que aún más clavada en estos tiempos, en los que la gente hace cine con tanta facilidad, al menos en comparación con lo difícil que era antes. No voy a decir que ahora todo sea una mierda, pero a veces tengo la sensación de que se desperdician los medios que hay. En muchas de las películas de ahora que veo noto una falta de experiencia vital. Cuando la vida te ha llevado por muchos caminos y uno ha tenido que ir buscando y buscando, muchas veces para dar con uno mismo, todo eso se vuelca en lo que haces y puede quedar una cosa mejor o peor, pero que por lo menos respira vida, y eso lo echo de menos. Pero si el camino que ha seguido una película para existir ha sido muy simple, pues va a salir una película muy simple. En fin, la cuestión es que después de Belmonte me volqué más en la arquitectura, pero no dejé nunca de hacer cine. En mi filmografía puede haber 50 o 60 películas, y me digo muchas veces que debería ordenarlas y reunirlas, pero para esas cosas yo no valgo, me pierdo un poco.
–Con Belmonte tenía además una motivación personal fortísima. Su padre fue amigo íntimo del legendario matador...
–¡Yo toreé delante de él! Fuimos a su finca y, delante de don Juan Belmonte, pegué tres o cuatro capotazos a una vaquilla. Ahora estoy escribiendo algo que tal vez sean unas memorias y cada vez veo más claro que Belmonte ha sido el personaje más importante de mi vida, a través de mi padre, claro, porque relación directa no hubo tanta, murió cuando yo tenía 14 años. Yo entonces no era consciente de estar ante un mito, para mí era ese señor con la cara un poco monstruosa que cuando me veía, con mucho cariño, me daba palmaditas y me decía "Bollaincito". Podría decir 200 cosas por las que Belmonte fue crucial en mi vida, pero no sabría ni por dónde empezar. Pero vamos, que si me llamo Juan, es por él. Y su manera de ver la vida ha influido de manera determinante en mi psicología más profunda. Eso, claro, hizo que el fracaso de Belmonte fuese aún más doloroso. Tenía todas las de ganar para hacer un peliculón... y me salió una cosa que por lo visto no vale un duro. En fin, la vida. Es el problema de tener tantas expectativas.
–¿Qué fue de aquel proyecto suyo de La música callada?
–Uf, eso fue una vergüenza por parte de mis colegas los arquitectos. Iba a ser una serie con financiación del Consejo Andaluz de Colegios Oficiales de Arquitectos y Canal Sur para acercar la arquitectura contemporánea a la sociedad, una cosa divulgativa, pero los arquitectos son demasiado estirados para dejar ver las dificultades y las dudas que entraña el ejercicio de la profesión, que es lo que yo quería mostrar también. La arquitectura es algo determinante para cualquier ciudad y por ello mismo debería estar cerca de la gente, pero uy, no, se está mejor en el pedestal... incluso aunque no haya pedestal ya, porque esto ocurrió cuando la burbuja inmobiliaria acababa de explotar y me tocó sufrir el orgullo herido de mi colegas, que habían dejado de ser los dueños del mundo.
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