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'Dogman' | Crítica
**** 'Dogman'. Drama, Italia, 2018, 102 min. Dirección: Matteo Garrone. Guión: Maurizio Braucci, Ugo Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso. Fotografía: Nicolai Brüel. Intérpretes: Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Nunzia Schiano, Adamo Dionisi, Francesco Acquaroli.
Con Terra di mezzo, ambientada en la periferia de Roma, Mateo Garrone se dio a conocer en 1996 como un neorrealista pasoliniano. Con las posteriores El taxidermista (2002) y Primer amor (2003) dio un paso adelante hacia el tremendismo llevado al extremo del esperpento que desde entonces fundirá con el realismo naturalista. Gomorra -basada en el valiente libro de denuncia de Roberto Saviano- supuso en 2008 su definitiva consagración internacional como uno de los grandes nombres del actual cine italiano. Estatus confirmado por la posterior Reality (2012) que no le arrebató la posterior y horrorosa El cuento de los cuentos. En parte porque el cine italiano necesita hasta desesperadamente llenar los altares vacíos de su panteón tras las desapariciones de los maestros de la segunda y la tercera generación neorrealista -los Fellini, Antonioni, Visconti, Pasolini o Bertolucci-; y en parte porque la solidez de su obra anterior le avalaba.
Dogman es, en este sentido, el regreso del mejor y más brutal Garrone. Como si trenzara los mimbres de Gomorra y de El taxidermista, crea con la colaboración de tres guionistas -Maurizio Braucci, Ugo Chiti y Massimo Gaudioso, que trabajaron con él en las dos películas citadas como fuentes de esta- la historia de Marcello, un desgraciado de buen corazón -pese a que se dedica al menudeo de la droga- que trabaja como cuidador de perros en un modesto establecimiento de la periferia centrando su vida gris en la rutina cotidiana y el amor a su hija. Normalidad y cotidianidad no significan lo mismo en las periferias miserables que en los barrios más acomodados; el buen corazón puede convivir allí con odiosas prácticas delictivas de supervivencia. El desdichado Marcello vive en el vestíbulo del infierno y trata con realidades -el tráfico de droga- movidas por fuerzas de una brutal magnitud y perversidad. El infierno le alcanzará y la brutalidad le intentará aplastar -a él, a su hija, a su cotidianidad de superviviente hecho al chanchulleo de los humillados y ofendidos- personificadas en Simoncino, un boxeador tarado sin alma ni razón, pura maldad, fuerza y salvaje instinto destructor.
David y Goliat, el sastrecillo valiente, Jack y el ogro, los Gelsomina y Zampanó de La strada … Y no se olvide que el minúsculo héroe, si quiere sobrevivir, nunca puede permitirse el lujo de ser eternamente bueno frente al gigante o el ogro. La violencia engendra violencia. En caso contrario, como le ocurre a la desdichada Gelsomina felliniana, mueren. El realismo más hiriente, sórdido y extremo se entrecruza con la fábula sin que la película se resienta, al menos hasta su última parte, gracias a la ambientación perfecta en su desoladora sordidez y a las interpretaciones de Marcello Fonte y Edoardo Pesce. Aunque llamarles interpretaciones queda corto; más bien habría que decir transfiguraciones, pues parecen convertirse en sus personajes. Y aún ni eso. Simplemente serlos.
Áspera, pesimista, brutal. Podría ser una variación a lo bestia sobre Milagro en Milán o un Perros de paja suburbial. Pese a que se le pueda reprochar en su tramo final una cierta tosquedad en la resolución de la trama -algo así como un preciosismo o manierismo feísta, quizás un cierto descosido entre los hasta ese momento bien cosidos opuestos del realismo extremo y fábula-, Garrone ha logrado su mejor película desde Gomorra.
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