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Cine
La Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España se ha montado un gran sarao autopromocional a partir de unas cifras que, en cualquier otro ámbito, podrían parecernos ridículas. Es lo que tiene el glamour del cine, también del español, comprensible incluso para los que hace tiempo desplazamos la mitomanía o el entusiasmo por las fiestas ajenas hacia ámbitos menos visibles o populares. Esas cifras nos dicen que, de los casi 1.300 académicos, todos ellos profesionales acreditados del medio, apenas 300 deciden con sus votos quiénes son los ganadores de los Goya. Es decir, estos Goya sin anuncios y con humor serio (Buenafuente estuvo algo atenazado por el formato), publicitados una vez más con el tópico de la “gran fiesta del cine español”, celebración gremial del orgullo por nuestras películas, nuestros directores y nuestras estrellas (más dudoso es ya lo de nuestra identidad cultural) institucionalizada desde RTVE y los medios de comunicación, son un invento que se guisan y se comen entre unos pocos.
No me negarán que con tan escasa representatividad y tan poca transparencia en los reglamentos y criterios para decidir quiénes entran o no en la fiesta, a la Academia le ha ido bastante bien en sus 24 años de existencia, en la salud y en la enfermedad, en la guerra y en la crisis. Es lo que tiene el cine y su proyección social, la necesidad de ficciones industriales que alimenten nuestro imaginario, el todavía sorprendente poder de convocatoria y seducción del Séptimo Arte en una época de pantallas múltiples y saturación de imágenes.
Lo cierto es que estos 300 profesionales del cine español han decidido que la película que mejor representaba su oficio este año es Celda 211, de Daniel Monzón, una cinta que, desde su estreno allá por el mes de noviembre, ha suscitado un consenso casi unánime (“un peliculón”, se dice) entre sectores aparentemente irreconciliables (crítica, público y taquilla, con más de 11 millones de euros recaudados), mérito por el que, suponemos, los académicos han considerado que merecía los principales premios, del mejor director para Daniel Monzón, efectivo en el manejo de los resortes del género carcelario, al mejor actor para Luis Tosar, creador de un inolvidable personaje de voz cavernosa, Malamadre, en el que podemos reconocer a tanto hijoputa suelto (o encerrado).
Como de lo que se trata es de premiar aquellas obras o profesionales que dignifican la profesión, y como esta profesión se dignifica gracias a los ingresos de taquilla, a la proyección pública o a un relativo concepto de la excelencia artística, los Goya de 2010 han querido reconocer también el poderío económico y las ambiciones exportadoras de Ágora, de Alejandro Amenábar, un espejismo de lo que se querría ser y no se puede que ha acaparado toda la pedrea técnica y el premio al mejor guión original, y el calculado sentimentalismo de El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, que representa las virtudes (también los defectos) de las necesarias coproducciones hispano-americanas, filmes aparentemente diversos aunque cortados por un mismo patrón (la nostalgia del clasicismo a través de la reescritura de algunos de sus géneros canónicos), alejados de toda indagación en el lenguaje o desviación de la norma, acomodados en ciertas inercias profesionales, siempre complacientes con el gran público, y entregados, en fin, muy a pesar del utópico canto a la diversidad que pregonaba Álex de la Iglesia en su discurso corporativo, a lo que Jordi Costa llama “el simulacro del talento, la competencia técnica y la asfixia de lo dionisiaco”. Y en esto, llegó Pedro.
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