Morricone: un genio inabarcable
Obituario
Con más de 500 bandas sonoras para el cine y la televisión, entre el cine popular y el cine de autor, la obra musical de Morricone deviene inmarcesible, siempre audaz, moderna, experimental y escurridiza.
Existe un Morricone popularMorricone que circula felizmente por el imaginario sonoro colectivo del último tercio del siglo XX y lo que llevamos del XXI, el de los míticos spaghetti-westerns de Sergio Leone o Érase una vez en América, el de Sacco y Vanzetti, Maddalena, La califfa, Novecento, La Misión, Los intocables de Elliot Ness o Cinema Paradiso, títulos que han hecho trascender sus músicas por encima incluso de sus propios méritos cinematográficos, especialmente en el caso de Tornatore, con quien el maestro romano mantuvo un particular idilio en la última etapa de su carrera que se cerrará ya de manera póstuma con el documental (Ennio: The Maestro) que pronto verá la luz en los cines.
Un Morricone autor, iconoclasta, autoexigente y experimental a pesar del carácter aplicado y funcional de su música, orquestador brillante e imprevisible, épico cuando así lo demanda la acción, arrebatadoramente melódico cuando de hacer melodías se trata, que pueden reconocer, tararear y silbar hasta los no cinéfilos, tal ha sido su trascendencia popular como el compositor cinematográfico que más discos ha vendido en la historia de la música grabada.
Pero ese Morricone de grandes éxitos y estadios llenos de su última y premonitoria gira apenas muestra la punta del iceberg de una de las carreras más prolíficas, extensas, eclécticas e intensas que se recuerdan, la de un trabajador incansable y madrugador capaz de firmar 27 bandas sonoras en un solo año (1968), pero también de acercarse a esa cifra en temporadas colindantes durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, que atravesó de un género a otro, del giallo al cine de gangsters, del western al romántico, de la comedia al thriller, del cine comprometido al soft-porno, del histórico a la ciencia-ficción, del documental a la animación, entre Italia, Francia y, ocasionalmente, Estados Unidos, donde nunca se sintió demasiado cómodo y donde, a excepción de sus trabajos con De Palma (Corazones de hierro, Misión a Marte), Carpenter (The thing), Malick (Días de cielo), Beatty (Bugsy, Love affair, Bulworth), Nichols (Lobo) o Tarantino, con quien ganó su segundo Oscar (el primero fue honorífico) por Los odiosos ocho, nunca lo trataron a la altura de su talento gigantesco.
Hagan cuentas para comprobar su vertiginoso ritmo de trabajo, que incluía también la orquestación y dirección en tiempos de moviola, piano, papel pautado y lápiz, y todo ello sin olvidar su producción de música absoluta. Pero la cantidad en Morricone no supone en ningún caso un descenso de calidad o una rebaja creativa en su afán por buscar nuevas ideas musicales, nuevas y depuradas asociaciones instrumentales y nuevas formas de integrarse o significar con las imágenes, los personajes, los temas y las tramas. Para Morricone no hubo nunca género pequeño o desdeñable, aunque desde los años 90 espaciara sus trabajos y eligiera más cuidadosamente sus colaboraciones.
De las casi 520 bandas sonoras que se recogen en sus estadísticas entre largos, cortos, telefilmes o series, una mayoría son títulos menores convertidos directamente en películas de culto gracias a su nombre en los créditos, algo de lo que no pueden presumir muchos compositores. Y entre ellas encontramos vetas y colaboraciones donde se cifran sus mejores virtudes. Es el caso de las películas junto a Elio Petri, títulos como Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, La clase obrera va al paraíso, El amargo deseo de la propiedad o Buenas noticias, donde se despliega esa doble vertiente irónico-satírica, también presente junto a Pasolini, que, según el especialista Sergio Miceli, revela su naturaleza musical más profunda, aquella que, más allá de las aplicaciones, las referencias a la tradición o las exigencias dramáticas, definen la voz personal (y política) del compositor.
Algo parecido podría decirse de ese Morricone ligero y comercial que, como en su faceta de arreglista pop, coqueteó con los ritmos latinos, brasileños y el jazz en tantas bandas sonoras, de las que Metti, una sera a cena se cuenta entre nuestras favoritas en su compleja estructura armónica disfrazada de balada intrascendente. Porque tantas veces en Morricone asistimos a una música compleja que se expone y despliega de manera abierta y didáctica, como en ese tema de Operación Ogro, de Pontecorvo, para quien también compuso la trepidante banda sonora de La batalla de Argel, en el que se escuchan con plena transparencia el desarrollo del tempo, los contrapuntos, la melodía, las armonías o la orquestación, que buscó siempre, también a través de efectos de grabación y tratamientos electroacústicos, asociaciones insólitas e incluso gamberras.
En la emocionante escena final de La vendedora de fósforos, de Alejo Moguillansky, el prestigioso compositor experimental alemán Helmut Lachenmann confiesa en petit comité que, a pesar de todas las rupturas musicales del siglo XX, nada le produce más placer hoy que volver a escuchar y tocar a Morricone. Suena entonces en el tocadiscos el tema de Hasta que llegó su hora para soprano y orquesta, posiblemente una de las músicas más hermosas del siglo, y curiosamente también una de las más populares. He ahí el gran mérito, la trascendencia y el legado que deja el maestro romano: haber ensamblado el rigor, el trabajo y la experimentación con el espectáculo popular y accesible. Descanse en paz mientras seguimos descubriendo y escuchando nuevos rincones de su inmensa obra.
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