Carmen Silva
Dime, niño
Síndrome expresivo 79
Un nuevo año, viejas tradiciones. Sí, sabios lectores. No sé vosotros, pero yo tengo la costumbre de reflexionar sobre el devenir de mi existencia durante el transcurso de doce meses: mis logros en la báscula portátil, mis ocasionales fracasos en la mesa de planchado, mis eufóricas victorias dialécticas en la barra del bar y, como es evidente en un filólogo al borde de un ataque de nervios, las palabras que han marcado la vida de los españoles de una forma u otra.
Sin la necesidad de una convocatoria oficial en el BOE ni la publicación de un anuncio colorido en las redes antisociales, mis amigos me envían en las semanas finales del otoño las creaciones léxicas candidatas a ser elegidas como palabra del año 2024. Mi trabajo como único jurado de tal certamen es clasificarlas, exponerlas y someterlas al dictamen de los fieles lectores de esta humilde columna dedicada al buen uso de la lengua española. Yo ni quito ni pongo. Solo me deleito en la creatividad y el ingenio de unos hablantes ávidos por la lucidez en la expresión y la agudeza en el contenido. Solo pido la paz y la palabra.
Como de costumbre, el primer mensaje parpadeante llegó a mi móvil en los primeros días de diciembre. Aquí, el macroscópico Carmelo Sanjuán me alertaba de la victoria sin paliativos de la manipulación informativa con un término nítido y brillante: el trumpantojo. Con esta técnica de falseamiento constante de la realidad, millones de ciudadanos estadounidenses validaron la legitimidad de la mentira como medio para ocupar el poder en la primera (por el momento) potencia económica del mundo. Claro está que mi hermano Rafael Pineda define esta estafa a gran escala como humosofía o conjunto de ideas vacuas que busca perpetuar los privilegios de unos pocos en perjuicio de una masa acrítica y fanatizada.
“¡Pues sí que acabamos bien el 2024, Jorge!”, fue el texto en formato SMS de la siempre brillante Rocío Barragán. Como perspicaz analista, no suele cerrar la boca ante la montaña de trolas y patrañas creadas por la avalancha de arribistas de toda índole y condición. Para ella, este curso político quedaría reducido a una triada de sustantivos de lo más iluminador: el arte de la forración como el procedimiento y habilidad de la clase mitinera para hacer flexibles sus bolsillos gracias a las mordidas, las comisiones y la compra de voluntades ajenas; el peculiar ejercicio de funambulismo político de los opogobernantes que, a pesar de ocupar una cómoda silla en la mesa del Consejo de Ministros, salen a criticar las medidas del Gobierno del que forman parte, al tiempo que llenan las cuentas bancarias de sus decenas de asesores (colegas del barrio); y la célebre defensa del sistema político de la mariscracia, donde la soberanía delegada por el pueblo se ejerce directamente desde la marisquería y la desigualdad de todos los ciudadanos en el pelado de langostinos de Sanlúcar.
Sin duda, ingenio y agudeza no les faltan a las palabras anteriores. Sinceramente, no sabría cuál elegir. Más aún cuando en la bandeja de entrada del correo electrónico tengo etiquetados varios mensajes de mi filósofo de cabecera, Luis Ángel Valdivielso. Como bien apunta, muchos hemos llegado exhaustos a la meta del 2024 después de tanto bombardeo inútil y odio al semejante. Casi por arte de birlibirloque nos hemos vuelto un poco (un mucho, creo yo) Xquizofrénicos tras leer tanto vómito bilioso en las redes antisociales del gran hermano Elon Musk, el nuevo compañero inseparable del resucitado Donald Tiriti Trump Trump Trump.
Quizá sea un tanto apocalíptico el diagnóstico, pero, a la vista de la pandemia de opinadores sabelonada (no sé que no sé nada) y usuarios peronoicos (todo tiene un pero que solo sé yo y solo yo), el futuro no pinta nada bien, my friend. Casi con total seguridad, con nuestras creaciones léxicas no cambiaremos el curso de los acontecimientos ni la vorágine de deshumanización en nuestro entorno social. Tal vez nuestras reflexiones sean ignoradas por las mentes superiores atrapadas en el sueño metavérsico. Quizás nuestros ejercicios infantiles de denuncia a través de la palabra queden sepultados bajo la inmisericorde sonrisa del iletrado con máster del universo. Lo único cierto es que nos da igual.
Reconozco que soy incapaz de mantener un punto de vista imparcial en la valoración de las virtudes morfológicas y semánticas de un término. Por este motivo, no puedo evitar, en esta última parte del artículo, defender la candidatura a palabra del año 2024 de dos voces que, desde mi experiencia, han marcado este periodo de fuego cruzado. Una es el verbo gepetear para referirse a la presencia en nuestras vidas académicas y profesionales del ChatGPT y la inteligencia artificial; la otra es la trágica realidad de la credillotina, como mecanismo inventado por el sistema financiero para arruinar las vidas de los hipotecados con las continuas e inasumibles subidas de los tipos de interés. ¿Se te ocurre alguna otra? Vale.
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