Carmen Silva
Dime, niño
Síndrome expresivo 77
Los filólogos, y por extensión los amantes de la literatura, somos unos tipos raros raros. No sé si esta afición por la extravagancia procede de un acto inconsciente o de una voluntad decidida por la provocación. Lo cierto es que, durante las copas obligatorias tras el almuerzo de despedida del curso escolar, varios compañeros nos enredamos en un debate kafkiano sobre la simpatía incondicional de los hispanohablantes hacia ciertas consonantes como la ñ y el desprecio por otras letras como la siempre rebelde k.
Para un servidor la k es un signo sinónimo del lúcido y atormentado Frank Kafka; de la creación de Josef K., uno de los personajes que mejor define nuestro laberíntico mundo contemporáneo; de la iluminación de la absurda tragedia de muchas situaciones vividas por el ser humano tras milenios de existencia y, por supuesto, de un rato de karaoke como epílogo a cualquier fiesta. Sin embargo, para otros la k interpreta el papel de la letra cenicienta en la familia del abecedario español: inservible, difícil de escribir, poco elegante y equilibrada, agresiva y violenta, altanera en el círculo vicioso de su inutilidad.
¡Pobre k! Los pueblos semíticos y griegos alababan el origen de la k por su parentesco con la palma de la mano de los seres humanos. Era una grafía emparentada con un elemento fundamental para las relaciones sociales y el trabajo. Una época dorada hasta que los cultos y vanidosos romanos la menospreciaron en beneficio de la redondeada y coqueta c. En principio, el latín primitivo reservó la K para acompañar a la vocal a, pero con el paso del tiempo, la despiadada C se encargó de tutelar a todas las vocales, dejando solo un cargo secundario a la Q en ciertas palabras con la vocal u.
El abandono latino en el uso de la letra K provocó la ausencia de esta grafía en la formación de las palabras patrimoniales en el español desde la Edad Media. Su presencia era anecdótica y guadianesca. Sin embargo, el siglo XX supuso la llegada a nuestro idioma de multitud de términos derivados de los conflictos bélicos entre las grandes potencias y las revoluciones políticas en el este de Europa. De ahí que, en nuestras conversaciones ordinarias, la letra k sea para muchos españoles una incómoda invitada. Parece que molesta por su pertenencia a la estructura silábica de palabras de infausto recuerdo.
Entonces, ¿por qué mis queridos colegas abominan de una consonante tan digna como las demás compañeras de abecedario? Si lo pensamos bien, no todo es blanco o negro y, aunque para mí la k presume de la dignidad exhibida por el maestro Kafka, un poco de razón sí les pertenece. Todos nos estremecemos ante la violencia de palabras como búnker, kalashnikov, Komintern, cheka o kamikaze. Asistimos perplejos a la victoria en las urnas de aquellos defensores de la kale borroka. Nos retorcemos ante la sucesión de imágenes de mujeres obligadas a esconder el rostro bajo el burka. Debatimos sobre la próxima decisión bélica del inquilino del Kremlin o rezamos en silencio para que nuestro apartamento no sea okupado por un anarkovago especialista en el disfrute de la vivienda ajena.
Como comentaba anteriormente, en la vida predominan los grises, por lo que no es cuestión de demonizar a mi admirada k. Aunque no lo creas, respetable lector, mi fiel amiga aparece en contextos científicos, tecnológicos, culturales y sentimentales. Sí, es una chica de lo más normal y le gusta reinventarse con el paso del tiempo. A continuación, algunos ejemplos:
Queridos usuarios maduros de las aplicaciones patrocinadas por Cupido: debéis recordar que los quince años quedan un poco lejos y que el mundo ha cambiado a vuestro alrededor rápido, muy rápido (una consulta gratuita con el espejo te sacará de dudas). Además, no olvides que el refrán “Dime cómo escribes y te diré quién eres” es una verdad como un templo. ¿Qué tiene esto que ver con un artículo dedicado a la letra k? Muy fácil, campeón, campeona o campeone: por lo que más quieras, deja de enviar mensajes del tipo: “ola k ase”, “ktal”, “kmo stas? kdmos?”. Consejo de amigo. Vale.
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