Manuel Valencia en la Bienal: Toda la energía de la guitarra

LAS TRES ORILLAS | CRÍTICA

Manuel Valencia durante su toque por rondeña / La Bienal de Flamenco / ©Laura León

Qué nido de afición es el Espacio Turina para el flamenco, para la música en nuestra ciudad. De nuevo en la tarde del domingo, la pequeña familia que conforman los habituales de esta sala ocupó el patio de butacas para disfrutar con máxima cercanía de lo que tenía que decirnos Manuel Valencia. Y lo que tiene que decirnos tiene que ver primero con el sonido. Su música está hecha esencialmente de la belleza de cada nota. ¡Cómo le suena la guitarra al jerezano! Con el pulgar, con el picado, el trémolo, el rasgueo... Da igual, todo lo que sale de sus manos ocupa el aire con un cuerpo redondo, expansivo, que nuestros oídos celebran continuamente. Escuchar a un músico sacarle notas a su instrumento es el placer estético más básico, pero es un placer inagotable.

El concierto puede entenderse como un homenaje desde la excelencia al oficio de guitarrista flamenco, no sólo a su propio toque, sino también al de sus compañeros en el machaque de los tablaos, la complejidad de las compañías, la exigencia de las peñas, la soledad del estudio. Porque Manuel Valencia, como muchos de sus colegas, es tres músicos en uno. Si no, presten atención a su mano derecha, cuya versatilidad narró las diferencias de las tres vertientes tradicionales del toque: acompañamiento al cante, al baile y el toque solista. Qué firmeza la de esa diestra, qué dotada para la opulencia, la velocidad, pero también para el susurro, la dulzura. Qué oído tiene esa mano.

Cómo motivó Valencia el cante de David Carpio por granaína, cómo le araña melodías a cada pasaje, ofreciendo siempre un lugar seguro al que regresar, con una armonía y un compás que son un pulso ancestral, innegociable en sus composiciones, que son los pilares de esa soleá que se desenvolvía con un cariz a la par sorprendente y reconocible. Los cortes para el baile de El Choro en el zapateao, ese volumen perfecto, esa cadencia que parece surgir del pulso de la sangre es un acicate, un catalizador. Cualquier persona que lo escuche, se sentirá interpelada para bailar, cantar, conmoverse. En ese sentido es una guitarra eminentemente jerezana: rítmica y seductora, propiciadora.

Manuel posee la sabiduría no sólo de intercalar técnicas, sino también de modular las energías, acoplarlas a la pieza que construye con sus compañeros. Especialmente significativo fue el momento por cantiñas, donde se agolparon en una esquinita del escenario para formar una apretada banda, mirarse unos a otros y viajar juntos en esa vorágine de ritmo. Javier Peña y Juan Diego Valencia estuvieron inmensos toda la noche, sobrios y precisos, al igual que Carlos Merino. Hay que resaltar la calidad de los percusionistas flamencos de nuestra época, cómo han ido coloreando con nuevos matices esta música, haciéndola más grácil, refinada e interesante. Carpio ofreció un cante que combina medida, conocimiento y visceralidad, propios de su estirpe.

Pero fue en la seguiriya que bailó soberbiamente El Choro donde el grupo voló más alto. Fue un corrientazo de energía, una lección de trabajo en equipo, con un Choro varonil, intenso, matizado, y un Valencia dueño y señor de un palo que comenzó dibujando con falsetas tradicionales, los enrevesados mecanismos de ligados y alzapúas que forman el toque jerezano por ese estilo.

No obstante, el momento más emotivo, el de mayor altura musical, lo ofreció Manuel en la rondeña, perteneciente a su primer disco. Supo despojarse de la responsabilidad de aupar a otros, como ha hecho reiteradamente a lo largo de este festival, y se quedó sólo con su sensibilidad para regalarnos una letanía de hermosos trémolos, arpegios y pasajes melódicos que trasmitían bondad y sosiego.

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