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A la felicidad por el baile

Caprichos | Crítica de flamenco

Javier Barón y Rosario Toledo en uno de sus breves 'Caprichos'. / Archivo Fotográfico de la Bienal de Flamenco / ©Laura León

La ficha

**** ‘Caprichos’. Javier Barón & Rosario Toledo. Coreografía, dirección artística y baile: Javier Barón. Coreografía y baile: Rosario Toledo. Dirección de escena: Alfonso Zurro. Música: José Torres Vicente (composición, dirección musical y guitarra), Antonio Campos (cante), Karo Sampela (percusión), Javier León (clarinete) y Jacobo Díaz (oboe). Letras: Antonio Campos, Alfonso Zurro, Calderón de la Barca, populares. Iluminación: Florencio Ortiz. Escenografía:  Álvaro Delso. Vestuario: Gloria Trenado. Lugar: Teatro Central. Fecha: Jueves, 3 de octubre. Aforo: Lleno.

El punto de partida del espectáculo que se estrenó anoche en el Teatro Central fueron algunas láminas de los Caprichos de Goya. Lo que ocurre es que, una vez sumergidos en el universo goyesco, en su sátira social y en sus oníricas imágenes, el hecho de que los protagonistas fueran un hombre y una mujer acabó llevándolos al mundo de las relaciones de pareja.

Un mundo que ellos, de vuelta ya de muchas cosas, tanto artísticas como personales, afrontan con una total libertad y con el deseo de compartir su arte con un poco de alegría, de felicidad, aunque sea efímera.

Nos contaba Alfonso Zurro que, tras un largo intercambio de ideas y de intenciones, cuando se pusieron manos a la obra, él, como director, les propuso una frase maestra: “A la felicidad se llega por el baile”.

Con esa premisa, el humor -que no está reñido con el flamenco- va ganando terreno a lo largo del espectáculo. Rosario Toledo, gaditana hasta el tuétano, además de polvorilla y buena bailaora, tiene una vis cómica innegable. Ya lo demostró en aquel hilarante Rinconete y Cortadillo coreografiado por Javier Latorre para la Bienal de 2002.  

Y Barón, tan serio y discreto en apariencia, no se queda atrás. Acuérdense del Dime, dirigido por Pepa Gamboa, también para la Bienal de 2002.  

Caprichos, compuesto por 16 pequeñas escenas en las que la pareja da rienda suelta a sus propias inquietudes y a sus propias ensoñaciones, nos conquistó desde el principio. Y fue, en primer lugar, por su enorme coherencia formal y de contenido.

Una unidad lograda sin duda gracias a la experta mano de Alfonso Zurro -qué importante y necesaria la dirección de escena-, que hace fluir las pequeñas piezas con unos pocos elementos escénicos, y al talento musical de José Torres, que ha compuesto una hermosa y arriesgada banda sonora en la que, con un estupendo Antonio Campos cantando en tonos menores, diluye ritmos flamencos como la farruca o los tangos -aunque respeta el garrotín y la alegría- y convoca a los vientos (oboe y clarinete) para acompañar o crear diferentes atmósferas.

Además de Zurro y de Torres, también confluye en el resultado un acertado vestuario, con esa camisa tan goyesca de Barón y esos sombreros, una escenografía llena de cachivaches que niega cualquier espacio real, las luces…

Pero la pieza, por encima de todo, conquista por el baile y la actuación de los protagonistas. Rosario, precisa, sensual, coqueta, terrena, de una solidez no exenta de ternura ni de una fina guasa, lo mismo baila el garrotín mirándose a un espejo que cuenta anécdotas de Alberti o descubre sus deseos más ocultos con textos del más puro estilo Zurro.

Frente a ella, Barón le sigue el juego con sus gestos y su sonrisa. Y cuando baila solo, en el capricho …De la Soledad, por ejemplo, es un verdadero placer ver su elegancia, cómo dibuja el aire con las manos, cómo se desplaza por el escenario y zapatea aéreo, casi rozando el suelo, como si no quisiera molestar a la tierra. Y cómo se asoman por su cuerpo imágenes de tantos maestros que ya se fueron.

Y qué decir de sus bailes juntos. La delicadeza es la tónica, tanto en los más humorísticos, como la escena de los monos -haciendo un guiño a la parte animalesca de los dibujos de Goya y al carnaval gaditano- como en los más poéticos, como el capricho “de estar atados”, donde, unidos por una venda que les cubre los ojos, bailan unas hermosas sevillanas. O en el capricho de la Boda, el más teatral y brillante.

Su compenetración es absoluta y su felicidad al bailar se transmitió a un público que salió de la sala con una sonrisa en la boca. ¿Se puede pedir más?

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