ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Este texto apoya la injusticia que persigue. Un buen libro merece la pena con independencia de su autoría y, sin embargo, ¿qué ocurre cuando una tanda amplia de reseñas no incluye a ninguna autora, cuando las listas de lo mejor del año las ignora de forma sistemática? ¿Ante ese olvido toca, como siempre, agrupar en un reportaje casi todos los buenos libros publicados por mujeres? En 2013 se concedió el Nobel a Alice Munro, certificando el rango del cuento como gran género, y el Cervantes a Elena Poniatowska subrayó el músculo literario del buen periodismo, y Clara Usón logró el Premio de la Crítica en narrativa en castellano por La hija del Este (Seix Barral), sin ganadora desde 1961, y de todos los premios literarios ministeriales sólo uno recayó en una mujer: la traductora Carmen Montes Cano por Kallocaína (Gallo Nero), de Karin Boye. No se trata de juzgar con calculadora, de apuntar cuántos hombres o mujeres y tú no porque anteayer otro sí, sino de esforzarse por atender a lo que sucede, porque sucede.
Las mujeres de Daniela Astor y la caja negra (Anagrama) intentaron ser doblemente libres: de la historia y en su entorno en la España de la Transición. Marta Sanz ama tanto a sus personajes que no duda en arrastrarlos, y respeta tanto al lector que le borra con crudeza la complicidad. En Leche (Libros del Lince) Marina Perezagua cuenta, nada más y nada menos, que el mundo es extraño; también de un mundo enrarecido habla Lara Moreno en Por si se va la luz (Lumen), en la que una pareja comienza un desde cero que no lo es. Si la prosa de Perezagua estalla en la imagen, en la de Moreno arde la música. Mariana Graciano se estrena con La visita (Demipage), canto a la belleza oscura y a la época de aprendizajes crueles.
Pocas novelas compiten con NW London (Salamandra), el regreso de Zadie Smith a una ciudad-estado-de-ánimo y demás tópicos que Smith limpia, y por la que pierde a sus personajes de la mano -del espíritu, centrémonos- de Woolf. Y más: clásicas poco reconocidas como Penelope Fitzgerald (Inocencia, en Impedimenta) o Edna O'Brien (Las chicas de campo, en Errata Naturae), recién descubiertas que perdurarán -la revisión de la mémoire en Días sin hambre (Anagrama), de Delphine de Vigan- y debutantes que no lo parecen, como Shani Boianjiu y su vida en el horror en La gente como nosotros no tiene miedo (Alfaguara).
En eso, en abrir una grieta y mirar más allá, insiste la poesía. Varias poetas de varias generaciones han quebrado lo que pasa: ese desasosiego late en Escritos en la corteza de los árboles (Vandalia), en el que Julia Uceda reivindica su dichoso lugar en tierra de nadie, donde puede ver por sí misma a unos y a otros. Una posición similar a la de Ada Salas, tirando de su hilo en Limbo y otros poemas (Pre-Textos): depura la esencia, demora la forma, se acomoda en el extrañamiento. Esa misma tensión la recorre El falso techo (Pre-Textos), con el que Erika Martínez demuestra que la poesía comprometida/social/política -táchese lo que no proceda- incluye entre sus reivindicaciones la del lenguaje. Mary Jo Bang se desvincula de su genealogía literaria y plantea en la antología El claroscuro del pingüino (Kriller71) que su dilema reside, más que en qué decir, en cómo decir. Por cierto: Anne Sexton no equivale sólo a confesión (léase su Poesía completa en Linteo) y Emily Dickinson no equivale sólo a silencio (léanse tres nuevas ediciones de su completa en Amargord, Sabina y Visor).
Sumen la edición definitiva de los Diarios (Lumen) de Alejandra Pizarnik: un viaje alucinado al interior de una poeta desgastada por la mitomanía. Otros diarios, los de Laura Freixas en Una vida subterránea (Errata Naturae), abordan el conflicto de la habitación propia cuando debe cobijar el equilibrio entre el éxito profesional y el personal. Remedios Zafra suma (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean (Páginas de Espuma) a sus Títulos Fundamentales, insistiendo en la ampliación del espacio de una. El abrigo de Proust (Impedimenta), de Lorenza Foschini, es uno de esos libros sobre libros que nos devuelven los momentos -sin más adjetivos, pureza mediante- en los que disfrutamos con la literatura. Y porque conviene desconfiar de la unanimidad, o de los entusiasmos sin sombra, conviene confiar en Cómo ser mujer (Anagrama), el manifiesto de Caitlin Moran que ha soliviantado a feministas e indolentes y machistas. Moran airea sus fracasos y sus logros y sabe que el feminismo está muy bien en la teoría pero mejor en la práctica.
Y un gran tema: la maternidad. Se expande en La piedra de moler (Alba), de Margaret Drabble, novela fundacional para el medio mundo que la leyó cuando tocaba, y en Tres mujeres (Nórdica), el inagotable poema dramático de Sylvia Plath donde cada voz se otorga a cada visión, y ¿Dónde está mi tribu? (Clave Intelectual), de Carolina del Olmo, referido a la maternidad y a la crianza pero ampliado a la firme conciencia de que no lograremos nada si no contamos con los demás. Tan sencillo, tan complejo.
También te puede interesar
ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Lo último