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Crítica 'El último de los injustos'
El último de los injustos. Documental, Fra-Aus, 2013, 218 min. Dirección: Claude Lanzmann.
El otro, el resistente, el radical del festival no ha sido ninguno de los jovenzuelos encantados de conocerse que nos han traído sus obras anoréxicas, sino el casi nonagenario Lanzmann, quien en El último de los injustos recupera su estilo más violento y musical concibiendo una obra que, a la altura de Shoah, funciona como una máquina que plano a plano, hachazo a hachazo, va perforando las superficies de lo real. No hay ya cineastas como Lanzmann, ya que son muy molestos para todos, pues él y los de su estirpe -Straub/Huillet, Eustache o Duras- comparten un sano desprecio por el cine y sus gentes, y sus películas se contagian de esa rabia ante los usos espurios que de la imagen y el sonido hacen la casi totalidad de los realizadores. Todo esto ya se nombró: Nicht versöhnt, Détruiredit-elle, Numéro zéro...
En El último de los injustos Lanzmann vuelve a canalizar esta violencia a través de la idea capital de su práctica, la disyunción entre ver y oír, añadiendo al sutil y denso trabajo de capas que ya había caracterizado el acontecimiento Shoah un vuelta de tuerca más con la inscripción de su cuerpo envejecido y tambaleante, médium que comporta una orgullosa ruina más al grupo de trazos invisibles (la hierba lo cubrió todo; la Historia pasó la página) que se pretenden dar a ver a partir de la multiforme ceremonia de la palabra: la que compartió con Murmelstein, la que extrae de libros y testimonios; la que, en definitiva, se hace aérea, se desprende de los cuerpos y los textos y se pasea por las brutales panorámicas de ayer y hoy clausurando la idea del tiempo como progreso y haciendo comparecer en el siempre-presente del cine a la legión de muertos. Lanzmann desentierra unas fosas que no son las de la memoria histórica.
Theresienstadt era un tema pendiente para él, uno que merecía una perforación especial. Y el yacimiento de 1975 cuyo petróleo había que extraer en 2012 era el de Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del gueto y el único que salvó la vida. Personaje fascinante, se trata de otra de esas figuras ambiguas que Lanzmann necesita para, curiosamente, seguir hablando claro, lejos de la arendtiana banalidad del mal y cerca de los dramas del poder.
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