El dios de la imperfección
Impedimenta publica la primera traducción directa del polaco de la gran novela de Stanislaw Lem, obra que constituye la cima del género de la ciencia-ficción
Solaris. Stanislaw Lem. Editorial Impedimenta, 2011. Traducción de Joanna Orzechowska. Introducción de Jesús Palacios. 296 páginas. 20,95 euros.
A estas alturas, pretender convencer al lector que no ha leído Solaris de la conveniencia de hacerlo cuanto antes es como ponerse a alabar las virtudes estéticas de la Capilla Sixtina. Pero la reedición a cargo de Impedimenta de esta novela fabulosa, turbadora, extraña, abierta y absoluta como una sinfonía de Mahler en la primera traducción directa del polaco (las ediciones anteriores en castellano partían de la versión francesa) constituye un acontecimiento propicio para el acercamiento tanto por quienes ya la conocen como por quienes no han navegado aún por el revelador océano de sus páginas (a quienes no cabe más remedio que envidiar ante la oportunidad que se les propone). Este rescate coincide con el 50 aniversario de la aparición de la novela: Stanislaw Lem (1921-2006) publicó Solaris en 1961, el mismo año en que Yuri Gagarin viajó al espacio y ocho años antes de que la misión del Apolo XI conquistara la Luna. El contexto resultaba entonces idóneo: el mismo Lem debutó en la ciencia-ficción justo diez años antes con Los astronautas, Isaac Asimov ya había publicado la mayor parte de su serie Fundación y Arthur C. Clarke había hecho lo propio con El fin de la infancia y La ciudad y las estrellas. Pero Solaris, si bien constituye la cima del género, a la vez presenta la viva intención de dinamitarlo, de denunciar sus debilidades, sin renunciar al humor. La obra mantiene así cierto ánimo cervantino que el mismo Lem parece ratificar cuando pone en boca del protagonista, Kelvin, la siguiente expresión nada más conocer al científico de la base, Sartorius: "Imaginé que esa justamente debía ser la cara de Don Quijote".
Como apunta Jesús Palacios en la más que recomendable introducción, Solaris es un caudal en el que el lector puede atreverse a abordarlo todo o a conformarse con algunos de los elementos que de manera más evidente salen al encuentro. Pero en Solaris, este enigmático planeta en el que la vida inteligente no tiene nada que ver con lo que la imaginería popular sostiene al respecto, hay monstruos, y la interpretación es siempre un arma de doble filo. Los ejemplos más evidentes son las dos adaptaciones cinematográficas que hasta ahora han abordado la novela, la de Andrei Tarkovsky (1972) y la de Steven Soderbergh (2002); Lem, con su emblemática mano izquierda (lo que quiere decir ninguna: fue expulsado de la Asociación Americana de Escritores de Ciencia-Ficción al poco de ser ingresado en la misma como miembro honorario tras afirmar que la ciencia-ficción norteamericana era "de baja calidad"), mostró su disconformidad con las dos al señalar una visión demasiado pesimista en la de Tarkovsky y una excesiva preeminencia del asunto amoroso en la de Soderbergh. En el fondo, ¿qué pretendió Lem con Solaris? ¿Qué se puede decir sobre esta obra eterna sin correr el serio riesgo de parecer un pardillo?
Medio siglo después de su publicación, el aspecto que de forma más meridiana parece destacar de la novela, el que confirma su calidad anticipatoria, es el más crítico con el mismo género de la ciencia-ficción, en la medida en que afirma que la comprensión del universo por parte del ser humano es una utopía, y que lo seguirá siendo mientras proyecte su propia imagen al cosmos que desea desentrañar. En Solaris, la vida inteligente no es en absoluto un organismo humanoide, ni una materia uniforme, ni siquiera una entidad anatómica con la que el hombre pudiera establecer una mínima empatía o conexión: se trata de un mar que envuelve a todo el planeta y que obedece a un comportamiento impredecible. En su autonomía, este océano, sobre el que apenas emergen unas porciones de tierra en su conjunto inferiores al continente europeo, es capaz de indagar en la memoria de los astronautas que habitan la base instalada en el planeta y reproducir, en un orden biológico distinto, a las personas que allí moran. Así, el recién llegado Kris Kelvin se reencuentra en la misma base con su mujer, Harey, que se había suicidado años antes. De este modo, enSolarislos monstruos tienen más que ver con las emociones que con las posibles pesadillas que alberga el misterioso océano. Pero Lem no aborda los sentimientos de manera negativa; más bien al contrario: en una crítica furibunda (y de naturaleza profundamente zambraniana) al racionalismo, el autor afirma que el ser humano no puede prescindir de sus emociones si quiere conocer el universo, esto es, su propia trascendencia. De manera que sí cabe dar la razón a Tarkovsky, al menos, cuando afirma que de su lectura de Solaris extrae la idea del amor como elemento necesario e imprescindible para el orden cósmico.
No obstante, sí es cierto que Lem propone una solución que mira al universo con esperanza, no lo evita. Frente a las ruinas de un amago de civilización en Solaris, Kelvin, resumiendo a Aristóteles y anticipándose a las recientes hipótesis de Stephen Hawking, termina reivindicando una nueva imagen de Dios, un dios imperfecto pero "cuya imperfección no sea al resultado de la simplicidad de sus creadores humanos, sino que constituya su rasgo principal e inmanente. Ha de ser un dios con limitaciones de omniscencia y omnipotencia, falible a la hora de prever el futuro de sus obras y a quien el desarrollo de sus propias creaciones pueda causar pavor. Un dios minusválido cuyos deseos superen con creces sus posibilidades (...) Un dios capaz de construir relojes, pero no el tiempo que miden. Creador del infinito que se termina convirtiendo en la medida de su fracaso". Tal vez el hombre. Tal vez otro hombre.
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