Rasgos de la poética de Murillo

Murillo IV centenario | Crítica

La exposición del Bellas Artes de Sevilla es un paso para reivindicar al Murillo pintor, del que ofrece valiosos aspectos como su vigoroso realismo y su maestría para el color y el retrato

'Cuatro figuras en un escalón' (h. 1655-60). Kimbell Art Museum, Fort Worth, Texas
'Cuatro figuras en un escalón' (h. 1655-60). Kimbell Art Museum, Fort Worth, Texas
Juan Bosco Díaz-Urmeneta

15 de enero 2019 - 06:01

La ficha

'Murillo IV Centenario'. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Plaza del Museo, 9. Sevilla. Hasta el 1 de abril

La fama a veces perjudica. Le ocurre a Murillo. Sus obras entusiasmaron, se reprodujeron con largueza y su profusión, en manos de un catolicismo simplón (el que ya lamentaba Blanco White), a la vez que reiteraban sus figuras, ignoraban su arte. Por eso esta exposición es un paso para reivindicar al Murillo pintor. Un paso, porque no llega a desplegar el denso panorama que merece su obra.

En espera de esa muestra (¿se organizará algún día?), la actual ofrece valiosos rasgos para apreciar su poética. El primero es su vigoroso realismo. Realismo no es literalidad. Imágenes que recogen celosamente cada detalle de un cuerpo pueden resultar acartonadas, muertas. El realismo auténtico es el que da vida a las figuras y las afirma como existentes. Las figuras entonces no han escapado de un sueño o una fantasía, ni materializan una idea, sino están ahí, manifestando a las claras la verdad de su existencia.

Así ocurre en La Virgen con el Niño (Museo de Dresde) y en la Madonna de la Galleria Corsini (Roma), sin olvidar la potente cesta de uvas, de La joven vendedora de frutas. Son cuerpos y objetos tan consistentes que, más que representarlos, lo hacen presentes. Es este el valor de la pintura española que impresionó a artistas como Courbet o Manet.

Destaca en segundo lugar el color. En Las bodas de Caná contrastan los tonos suaves del atuendo de los novios con los intensos rojos, verdes y anaranjados de la derecha, mientras a la izquierda, los grises y pardos de la figura de Jesús resaltan el brillante amarillo de la joven que al fondo sujeta una bandeja. Añádase el espléndido púrpura de la túnica de Magdalena penitente, los variados matices de blanco en la Vieja despiojando a un niño y el ascetismo casi monocromo de los pardos de San Felipe.

'Las Bodas de Caná', h. 1669-1673. The Barber Institute of Art, University of Birmingham
'Las Bodas de Caná', h. 1669-1673. The Barber Institute of Art, University of Birmingham

Hay en la muestra un recinto atrevido. Pese a su reducido tamaño, en él se ha colocado la Inmaculada llamada La colosal que suele presidir la antiguo templo mercedario. Es un acierto: permite apreciar la escala y el modo de pintar adecuado a la colocación de la imagen, mientras la figura, me decía con razón un amigo, cobra aire de aparición. Pero hay algo más: esta imagen triunfal, dominadora, de la Contrarreforma se mide con la ingenua sencillez de La Inmaculada del Escorial y con la fuerza ascendente de la que procede de México. El habitáculo se completa con la Virgen con el niño del Museo de Liverpool: su suave sensualidad, contrapartida de La colosal, es otra clave de la Contrarreforma.

La Contrarreforma, en efecto, crea los llamados cuadros de devoción para despertar la sensibilidad del creyente. A veces esto se hace mediante expresiones convencionales, nada convincentes porque pecan de exageración retórica. Tanto la Virgen con el niño de Liverpool como los dos Ecce Homo de colecciones privadas son justo lo contrario. Llaman al silencio. Quizá porque su movimiento y su tiempo contenidos despiertan, antes que al creyente, al individuo en su singularidad. Hacen conscientes de qué significa ser individuo. Es la contribución barroca a la conciencia moderna.

'Virgen con el Niño' h. 1675. Galleria Corsini de Roma
'Virgen con el Niño' h. 1675. Galleria Corsini de Roma

Entre los cuadros de género hay uno excepcional. Me refiero a Cuatro figuras en un escalón. Es verdad que puede verse como un testimonio de la decadencia de una ciudad, ya alejada de la orgullosa Nueva Roma del siglo XVI. Pero no es un cuadro de costumbres porque no describe sino provoca. Las imágenes, como el lenguaje, no se limitan a representar o narrar, también pueden hacer, como ocurre en el arte contemporáneo con la performance. La mirada directa de las tres figuras, el rostro impávido de la mujer de más edad, el descaro burlón de la más joven y el gesto del elegante pícaro surgen de la oscuridad, de un espacio indefinido, para interpelar al espectador. Debería enfrentarse este cuadro a Mujeres en la ventana. En los dos las figuras surgen de un espacio incontrolable y miran. Por eso ambos cuadros, más que crónica, son acontecimiento.

Hay que citar, entre los retratos, el excelente de Josua van Belle, índice de la información del autor sobre la pintura europea. Pero es necesario hablar también del museo, continente e impulsor de la muestra. Los valores seguros son con frecuencia los menos cuidados. Es el caso del Museo de Bellas Artes de Sevilla. El excepcional edificio y la gran colección no parecen contar sino con la indiferencia de las administraciones. La actual exposición es un síntoma: señala la necesidad de un espacio para muestras temporales, un lugar para estudio y un recinto para debatir y compartir conocimientos. Mientras, el proyecto del Palacio de Monsalves sigue en el limbo de los expedientes olvidados. Que los tiempos no sean florecientes no exime de responsabilidades: alguna fórmula habrá para hacer justicia a un museo del que después todos se ufanan, diciendo que es la segunda pinacoteca de España.

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