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Algodón naranja en la bella sombra | Crítica
'Algodón naranja en la bella sombra'. Belén Rodríguez. Galería Alarcón Criado (calle Velarde, 9) Sevilla. Hasta el 23 de enero
Con la mayoría de edad que vivió en el Renacimiento, el arte se enredó en múltiples debates. Uno de ellos asimila el arte a la ciencia, sea a la anatomía (ciertos artistas fueron más observadores que los médicos de la época) o por la vía de la perspectiva, a la astronomía o la cartografía. Más destacada fue la discusión llamada del parangón (paragone): pretendía dilucidar qué arte era más excelente. A la superioridad de la pintura, porque lograba construir partiendo de elementos muy sencillos, otros oponían el valor de la escultura porque el escultor nada añadía a la materia, sólo liberaba la forma que estaba como dormida en su interior. La escultura exigía ver lo oculto. Quizá el trabajo de Belén Rodríguez (Valladolid, 1981) despierte ecos de esta disputa.
Se ha instalado en la galería una gran cortina que ocupa por completo la entrada. Puede parecer una frontera entre la calle y cuanto pueda esperarnos en la sala. No es exactamente así. Volvamos atrás, evitemos todo apresuramiento y con la debida distancia, miremos. La cortina contiene un cuidado paisaje. Más que frontera, las dos telas componen un prólogo, un anticipo de la muestra.
No es un tejido sofisticado. Es una tela industrial, con diseño geométrico y hecho de algodón, empleado en Colombia para confeccionar la ropa de trabajo del ejército. Belén Rodríguez lo ha manipulado, decolorándolo, hasta conseguir alumbrar el paisaje partiendo de una tela ordinaria. Como los escultores renacentistas decían de ellos mismos, la autora extrae de la materia la forma oculta en su interior. Con mayor sencillez porque aquí no hay rotundas rocas de mármol sino un objeto de uso convertido en soporte de la fantasía del arte. Hay sin duda conocimiento (cómo y hasta dónde decolorar) y también esfuerzo. Un esfuerzo que se antoja más cercano al del artesano que al del artista. Pero esto también despierta ecos del pasado: los pintores del Renacimiento colocaban al escultor en el territorio de las artes mecánicas frente a la pintura, cercana a la poesía y aspirante a ser tenida por arte liberal. También hoy puede que algunos tachen a Belén Rodríguez de exceso de manualidad.
Belén Rodríguez es a mi juicio una artista extraterritorial. Rehúye los espacios canónicos, definidos de antemano. Así, las piezas geométricas colgadas en la muestra. Pese a su apariencia de pintura abstracta, están hechas de fibras textiles, anudadas (tal vez con las técnicas tye-dye que entusiasmaron a los hippies) y teñidas o decoloradas. Una de estas obras pasa del naranja intenso al blanco y la otra desarrolla una gama de azules y verdes. Hay que verlas de cerca porque estas obras se entregan más al tacto que a la vista. Al fondo de la galería, la pieza quizá más ambiciosa: un doble cuadrado en forma de losange con doble y una brillante gama de color naranja. También aquí es necesaria la visión cercana: sólo a ella se entregan los sutiles cordoncillos que forman la cuidada geometría de esta titulada Pintura de aguja.
El recuerdo del mantón de Manila es casi inevitable. En realidad, la muestra busca sintonizar con Sevilla. La autora, castellana de nacimiento, es una experimentada viajera: formada entre Viena y Madrid, ha tenido residencias de estudio en Colombia, Cuba, Los Ángeles o Roma. Tal vez por eso quiera interrogar a los distintos lugares. En este caso mira a Sevilla como tierra cultivadora del algodón y la naranja, y receptora de las especies del Nuevo Mundo. En el título de la exposición añade a las palabras Algodón naranja la expresión en la bella sombra que alude al significado de la palabra ombú, un árbol que puede verse en Cartuja y que, como tantas otras especies americanas, hizo crecer Hernando Colón en el huerto llamado Las Casas de Colón, cercano a la Puerta de Goles, al principio de la calle Torneo de Sevilla.
La extraterritorialidad de Belén Rodríguez no sólo se mide por el modo en que se sitúa en el arte y por la atención prestada a otras culturas, sino por su afán de explorar universos simbólicos híbridos, heterogéneos. Es la idea que ocupa otras obras de la muestra. La autora cuenta su sorpresa al ver un tapiz peruano del siglo XVII, conservado en el Metropolitan Museum. Hecho por tejedores andinos, encierra sin embargo figuras que proceden de mitos europeos y americanos, con ciertos ecos, añade, que parecen escapados de Asia. A un ejercicio análogo se entrega la autora. Trozos de tela con perfiles de grifos o dragones alternan con el poder del puma o las aves sagradas de los Andes o la Amazonía.
Especial interés tiene la obra alojada en la segunda sala de la galería. La seda transparente es el soporte de fantásticas figuras escapadas de fábulas o bestiarios. Un cuidado juego de luces duplica la obra proyectando sobre las paredes sus siluetas. Un lugar recogido para meditar el alcance y la fecundidad del pluralismo.
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