Remansos del tiempo
LUCES DE OTOÑO | CRÍTICA DE ARTE
Soledad Sevilla reflexiona en el Colegio de Arquitectos sobre espacios que quedan como huellas en la memoria
La ficha
Soledad Sevilla, 'Luces de otoño' Colegio de Arquitectos de Sevilla. Plaza del Cristo de Burgos, 35. Sevilla.Hasta el 20 de noviembre
En torno a 1970, el pintor Robert Ryman (Nashville, 1930-Nueva York, 2019) inició una serie relativamente larga bajo el título de Surface Veil (Velo de superficie). Probablemente su intención era insistir en la importancia de los componentes materiales de la pintura: el óleo blanco se extendía, como un fino tejido, sobre variados soportes (cristal, tejido de algodón, lienzo de lino, cartulinas de diversas clases), pero su propuesta nos dejaba además una metáfora, la pintura como velo.
La metáfora conecta dos cosas que de ordinario están o se consideran separadas. La metáfora de Ryman se acerca al oxímoron porque el velo oculta y la pintura muestra, el velo es precario y ligero, la pintura duradera y como pigmento, material y sólida. Pero justamente por su atrevimiento, la expresión de Ryman señala un límite que da que pensar.
Hace pensar, primero, en el incierto velo que el artista tiende sobre el lienzo. En él está la fuerza poética de la pintura. El espectador lo reduce con frecuencia a cosa. Condensa la ligera fluidez de la pintura fijándola como narración, descripción o estado de ánimo del artista. Pocas veces concede el espectador tregua al silencio dejando a la pintura hablar por sí misma. Casi siempre se deja llevar por el tiempo de la vida ordinaria, que puja para reconocer y poner un nombre a eso que tiene delante, o por el tiempo de la lógica que impulsa a apoderarse de la pintura, en clave sociológica, psicológica o estilística. Dejar hablar a la pintura es suspender esos tiempos, dictados por el afán de dominio, y aceptar la danza de las significaciones posibles (gratas pero resistentes al nombre): es la vibración de la pintura como velo.
Por otra parte, la metáfora de Ryman señala la condición paradójica del pigmento: una materia que quiere proponer un mundo soñado, quizá imposible, en un juego incesante entre el color y la línea, de un lado, y del otro, el sentido. Algo de eso se lee en Valery al definir el poema como una duda sostenida entre el sonido y el sentido.
Escribo todo esto pensando en el modo en que Soledad Sevilla (Valencia, 1944) construye estos cuadros tramados por una suerte de arpillera que filtra la mirada y a la vez la invita a demorarse. No intenta Soledad analizar la luz. Busca más bien situarnos en ella, tocada por un velo que la hace vibrar (como el visillo modera el brillo de un mediodía o acompaña al discurri de las gotas de lluvia sobre el cristal) e incitar al espectador a permanecer en ese tiempo cero que establecen la luz y el color.
Este tiempo cero es característico de la pintura de paisaje (aunque estos cuadros, como veremos, no son propiamente tales). Generalmente, en el paisaje, sólo vemos el aspecto o la dimensión exterior: la fuerza de la naturaleza que se hace presente como un todo en algo que es sólo un fragmento de ella. Pero esa condición paradójica del paisaje, que definió Simmel y tanto nos impresiona, la consigue el pintor cuando lleva al cuadro, no lo que tiene ante los ojos y domina con su mirada, sino la relación emocional y afectiva que ha entablado con ese entorno entorno natural. Es un momento difícil porque quien entra de verdad en el paisaje se siente extraviado ante algo que lo retiene y atrae pero no se deja nombrar. Dice Henri Maldiney que es un lugar sin lugar porque es un momento en el que no hay aún espacio desde el que mirar ni escena que poner ante los ojos. Sujeto y objeto, mirón y paisaje forman una sola cosa. Es un trance fértil pero peligroso porque tal vez, para salir de tan incierta situación, se recurra a la formas cartográficas o escenográficas. Mapa y decorado teatral son sin duda ordenados pero irreprochablemente muertos.
He dicho que estos cuadros no son propiamente paisajes y no lo son porque no quieren mostrar un espacio final, acabado. Se quedan en aquél momento difícil en el que espectador y espacio nacen el uno para (y con) el otro. Estos cuadros apuntan a aquel trance emocional y perceptivo que quedó como huella en la memoria. No persiguen describirlo o narrarlo, ni siquiera recuperarlo de algún rincón perdido de la memoria. Quieren hacerlo presente, hacer sentir su vértigo, su calidad de sueño. No lo traen ante el espectador, más bien pretenden llevar al espectador a aquel lugar sin lugar, a ese tiempo detenido.
No es nuevo en Soledad Sevilla este intento: sus instalaciones buscan justamente llevar al espectador a un espacio que se resiste a la definición y a un tiempo que detiene las duraciones al uso. Pero tal vez estos cuadros buscan parecido efecto con mayor austeridad de medios. Es la fecundidad del gran políptico o mural, titulado Silencio que logra transfigurar el espacio de la sala baja del Colegio de Arquitectos. No cuenta el silencio ni lo describe, simplemente lo hace sentir.
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