Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Charo Ramos
El nieto del creador del psicoanálisis descubrió pronto que un sillón Imperio podía desnudar a quien posara para él tanto como el diván de Sigmund Freud. "No quiero que mis cuadros se parezcan a las personas retratadas. Quiero que las revelen", llegó a decir. Nacido en Berlín en 1922, Lucian recaló en la capital británica a los 10 años huyendo con su familia de la incipiente amenaza nazi, y adquirió su nueva nacionalidad en 1939.
A su muerte, el 20 de julio de 2011, era considerado uno de los pintores más influyentes de todos los tiempos y el resultado de una síntesis asombrosa entre la figuración expresionista de la Escuela de Londres, en la que se contaba su amigo y maestro Francis Bacon, y su herencia centroeuropea.
En 2008, su lienzo Benefits Supervisor Sleeping, retrato de una mujer obesa recostada en un sofá, lo convirtió en el artista vivo más cotizado al subastarse en Christie's por 33,6 millones de dólares.
Su reconocimiento llegó en 1951 en el Festival of Britain, momento en el que madura su peculiar interpretación carnal, sensual y turbadora de la pintura realista. Lucian Freud sostenía que el arte debe arriesgar y abrir nuevas vías al pensamiento y la percepción, enfrentarnos a nuestros abismos y revelar nuestros miedos y pasiones inconfesables. Fue fiel a esa creencia toda su vida.
Aceptó pocos encargos, aunque los que asumió, como el de la reina Isabel II o el barón Thyssen, son verdaderos tratados de psicología. Pintó a sus amantes, a sus familiares y amigos, o a desconocidos en los que intuía una pulsión especial y a los que convertía en camaradas. También otorgó un protagonismo singular a las mascotas, y sus numerosos retratos de perros y gatos tienen la dignidad y profundidad psicológica de sus modelos humanos.
Para plasmar esas zozobras del alma le bastó una paleta densa, sensual, abigarrada, que convierte sus lienzos en obras matéricas, casi escultóricas. Carnes flácidas, pechos caídos, cuerpos que exhiben sin pudor su decrepitud y que nos hablan sin tapujos del paso del tiempo y de cómo la muerte nos ronda a todos un poco más cada segundo que pasa.
Durante años, Lucian Freud ejerció su práctica entre el rechazo de la crítica y el olvido del gran público, en una escena internacional rendida a la abstracción y la vanguardia que consideraba marginal o anticuada la pintura figurativa. Su independencia de miras, su vida retirada en su casa de Notting Hill, su consagración diaria y obsesiva a su trabajo, se conjugaron para hacer de él uno de los mejores pintores europeos de todos los tiempos, cuya pérdida, acaecida en el mismo año que las de Richard Hamilton y Cy Twombly, deja un vacío inmenso en la cultura contemporánea.
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