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Sevilla/Ya concluido el año en que se ha conmemorado el bicentenario de la creación del Museo del Pardo, cabe recordar desde su ciudad natal a uno de sus directores, José Villegas Cordero, que lo fue durante 17 años, de 1901 a 1918. Nacido el 26 de agosto de 1844 en la calle Faisanes de Sevilla y bautizado en la parroquia del Salvador, sintió desde muy niño la llamada de la pintura, por lo que su padre lo puso bajo la dirección artística de José María Romero, pasando más tarde a la Escuela de Bellas Artes, donde continuó su formación con Eduardo Cano.
En 1868 marchó a Madrid y, en el Museo del Prado, como era habitual en la formación de la época, copió a Velázquez, Goya, Tiziano y Ribera. Al año siguiente, con los medios conseguidos por su padre entre sus familiares y amigos, se fue a Roma, según él declaró, con un canasto en el que llevaba la comida. En Roma, becado con 25 duros al mes "para todo", Eduardo Rosales lo recibió en su estudio y quedó bajo la dirección de éste y de Mariano Fortuny, de quien Villegas se consideraba discípulo; el intenso trabajo comenzó a dar sus frutos y poco a poco fueron conociéndose sus creaciones aumentando su fama, siendo adquiridos sus cuadros por los principales museos del mundo.
Hasta su nombramiento como director de la Academia de España en Roma en 1898, desarrolló una carrera internacional que se tradujo en la ocupación de puestos relevantes en las Academias de Bellas Artes de Viena, Múnich, Berlín, San Lucca, hasta un total de 14 academias europeas.
En 1901 fue nombrado director del Prado, realizando en el mismo tan grandes cambios que lo convirtieron, en sus 17 años de dirección, en uno de los principales museos del mundo. Impulsó numerosas reformas encaminadas a hacer más eficaz la exposición de los fondos de la pinacoteca, para lo que reforzó las medidas de seguridad de las obras expuestas; creó un índice con fotografías de las mismas; colocó cristales en algunas para evitar el deterioro y estableció un sistema de cambio de ubicación, como se hace en la actualidad. Aumentó el presupuesto en calefacción, con lo que creció el número de visitas, y fomentó las donaciones de obras que pasaron a engrosar los fondos de la institución.
Reorganizó su archivo, amplió el número de salas y preparó exposiciones monográficas dedicadas al Greco, Zurbarán y Morales. Realizó nuevos catálogos y actualizó los inventarios. Organizó la instalación de la sala de Velázquez. Distribuyó las esculturas entre los cuadros, creando el primer catálogo de las mismas. Con los fondos obtenidos de la exposición de su obra El Decálogo, elevó la disposición económica del Montepío que se encargaba de proteger al personal del Museo, para el que donó parte de sus ingresos. No hubo, pues, faceta del mismo que no fuera saneada, aclarada y puesta al día durante la etapa de José Villegas.
Fue un gran entusiasta del cine y buen amigo de sus amigos (Amado Nervo, Miguel Moya); admiró a Miguel Ángel, Rafael, El Greco, Tiziano, Van Dyck, Velázquez... Opinaba que el arte se encontraba "como dislocado, falto de rumbo fijo, sin orientación positiva; en una palabra, necesitado de un ideal". Y precisamente éste es el mérito que puede tener El Decálogo: haber procurado hacer algo nuevo, buscar abrir un nuevo cauce a las tendencias artísticas. Porque en el idealismo simbólico está la renovación de la pintura. Lo demás está ya hecho.
En 1916 un buen número de jóvenes sevillanos, inquietos, preocupados por la cultura y descontentos con la situación política y social que se vivía no sólo en Sevilla sino en todo el país, hacen su aparición en la escena de la ciudad, generando un movimiento que remueve las preocupaciones locales y consigue ser un revulsivo que abocará en un pensamiento progresista, de izquierdas, preocupado por la incorporación a una modernidad que rompería los tabúes anclados en las conciencias biempensantes.
La creación de un Centro de Estudios Teosóficos en la calle Sierpes los unirá. Hay en ellos una clara disposición en dos grandes líneas: los que se interesan por la cosa pública y los que se sienten atraídos por una regulación interior, escogiendo el camino de la búsqueda personal espiritual. En algunos momentos confluirán sus intereses y los veremos pasar de la tribuna pública al área privada, participar en mítines y convocatorias políticas, siempre desde luego en el sector de un republicanismo laico, anticaciquil y de fuerte marca social. Jóvenes de alrededor de la veintena, que templaban su cuerpo en el republicanismo y su espíritu en ideas teosóficas, animadas por grandes ideales de solidaridad, fraternidad y libertad en el más puro aire ilustrado.
Numerosa es la lista de escritores españoles que se sintieron atraídos por las ideas teosóficas y comulgaron con algunos de sus principios: Pío Baroja, Unamuno, Azorín, Jacinto Benavente, Felipe Trigo, Valle-Inclán, Ramiro de Maeztu, Concha Espina, Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Blasco Ibáñez, Antonio y Manuel Machado...; pintores como Zuloaga, Romero de Torres, Sorolla, Benlliure o el mismo Villegas; e incluso científicos como Ramón y Cajal se sintieron atraídos por unas ideas que aportaban un aire fresco y diferente al enrarecido ambiente de la Restauración, perjudicada por el caciquismo, la corrupción, los problemas regionales y el conservadurismo. Nombres como los de los médicos sevillanos Manuel Olmedo Serrano, José Manuel Puelles y Reus y Manuel de Brioude Pardo; políticos como Diego Martínez Barrio, Hermenegildo Casas, Manuel Barrio Jiménez o el propio Blas Infante también participaron de estas inquietudes.
José Villegas llegó a enfermar durante la elaboración de El Decálogo, que recoge la representación de los diez mandamientos teosóficos, más un prólogo y un epílogo. Pensó que el aval del papa León XIII sería suficiente para dar prestigio a su trabajo, pero la obra hubo de soportar el rechazo del público. Ni el carácter modernista ni los rasgos simbolistas para explicarla fueron suficientes para que fuese aceptada. Murió en Madrid el 10 de noviembre de 1921, después de pintar más de un millar de cuadros firmados y 300 retratos.
En la provincia de Sevilla, en las marismas de la Puebla del Río, hay una finca donde se guardan los doce cuadros de gran tamaño que componen El Decálogo. Francisco López de Solé y Martín de Vargas, conde de Cabra, adquirió la colección, y junto a su hermana, María Josefa López de Solé, decidieron instalarla el año 1990. Ver los cuadros en persona produce el vértigo de adentrarse en un espacio de resonancias mágicas y atmósfera tan misteriosa como evocador de algo que sabemos que late de alguna forma en nuestro inconsciente: que todo se transforma, que las más bellas flores se abren junto a las tumbas, que el trabajo ilumina el camino de la fortuna...
Consiguió Villegas que se hiciese realidad su deseo de que El Decálogo se quedase en Sevilla. Y aquí sigue, aunque fuera de los circuitos que permiten la fácil contemplación por parte del público.
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