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El estilo y la idea | Crítica
'El estilo y la idea'. Cristóbal Quintero. Galería Birimbao (Alcázares, 5), Sevilla. Hasta el 6 de abril
A primera vista podría ser una marina. Bajo un alto cielo (ocupa casi las tres cuartas partes de la vertical del lienzo) la elegante vela de una embarcación se levanta, en el eje de simetría del cuadro, sobre un mar agitado. Pero la mirada atenta (o desconfiada) descubre que el barco es un catamarán y las olas, hábiles construcciones geométricas, que rompen a la derecha, no en espuma, sino en gotas de pintura que se esparcen por el cuadro, añadiendo breves motas de color a los rojos azules y pardos (surcados por líneas curvas) que forman el cielo. Océano no es una marina. Apenas se le puede llamar paisaje porque no deja espacio a la naturaleza. Es, sin más, pintura. No es la réplica de un entorno natural ni tampoco (como ocurría en el Romanticismo) metáfora de la naturaleza. Es sólo (nada más y nada menos) una imagen capaz de despertar la imaginación para que, a sus expensas, abra caminos posibles.
La fuerza de este lienzo de Cristóbal Quintero (Pilas, Sevilla, 1974) es análoga a la del cuadro titulado Playa. Pero hay diferencias entre estas dos obras que se muestran en Birimbao. El rojo horizonte de Playa y las ondulaciones del rompeolas y de la (digamos) arena, despiertan ahora sobre todo la memoria. En busca del recuerdo acertado, uno termina apuntando a Munch y su Grito, aunque Quintero ha invertido en esta pieza los ritmos del cuadro del noruego.
Quintero es un incansable buscador de la energía potencial que encierra la tradición artística. La busca, la estudia y la libera. Su mirada no es la del visitante del museo, que admira imágenes privadas de sus raíces (lo sugiere uno de los cuadros de la muestra) y las olvida de inmediato. Quintero está dispuesto a perderse en los recodos de la historia del arte para encontrar gotas de sentido y darles nueva vida.
Lo consigue, por ejemplo, en La tarde, uniendo una madonna con pantalón tejano, que levanta a su hijo junto a unas azucenas, mientras un corredor constructivista se recorta en contraluz, un efecto que descubrió la fotografía e ignoraba la pintura. A la derecha, dos danzantes animan la firmeza de unos árboles. Este diálogo entre imágenes diversas adquiere especial valor en los titulados Paisajes.
En uno de ellos, una amazona a la derecha y un caballo sin jinete a la izquierda descorren una vedutta en la que manchas de luz descubren un motorista desnudo, un coche perdido y la silueta de un jinete al fondo que quizá mire al piragüista que se esfuerza en el lago. Todo adquiere su sitio, no entre formas naturales reconocibles, sino abriendo huecos entre una bien administrada pintura.
Al pintar así Quintero es heredero de un hallazgo de las vanguardias, el collage, prolongado en el fotomontaje. David Hockney, en los grandes paisajes La autopista de la costa del Pacífico y Santa Mónica (1990) o Garrowby Hill (1998), articula el cuadro mediante la carretera. Quintero estructura estos paisajes insertando figuras entre un cuidadoso y variado trabajo pictórico, con lo que las figuras adquieren el rango del collage. De ese juego de llenos y vacíos, de pintura casi abstracta y figuras, surge la composición.
Esta capacidad para articular con acierto lo heterogéneo se advierte con claridad en Euclides. La silueta del antiguo geómetra se recorta sobre una red de cuadrículas (las que recomendaba Alberti a los pintores) sobre las que aparecen esculturas griegas de diversas épocas que algo deben sin duda al autor de los Elementos. Pero lo más sorprendente del cuadro son las manos de Euclides: naturalistas y fuera de escala, son, a mi entender, símbolo del puente que une el saber geométrico con el artístico.
En parecida dirección, Monopoly. En torno al gran tablero, laboriosamente construido, parecen resolver sus diferencias Gauguin y Van Gogh. En el extremo opuesto de la diagonal, una dama, atendiendo al móvil, ha perdido su sombra, y más arriba un Malevitch se ha extraviado.
Que en la muestra haya cuadros sobre la propia pintura no debe extrañar. Un joven, mero trazo sobre fondo pictórico muy trabajado, intenta llevar una imagen al lienzo. En un interior que recuerda a Matisse, unas manos dibujan y una figura pinta el azul del cielo que entra por un balcón con ecos de Picasso. En Composición (2018), todos pintan, incluso el joven Rembrandt que, bajo un exceso de luz, vuelve a mirar un cuadro del que sólo vemos el bastidor.
Esta capacidad para componer permite a Quintero elaborar un cuadro a mi juicio importante: unas figuras, de diversa elaboración, corren. La luz del día, a la derecha, se oscurece poco a poco hasta que la noche domina el fondo. Después, vuelta a empezar. Un círculo. ¿El de cada día o el de la vida? En cualquier caso, una vanitas de hoy: toca mejor nuestro modo de vida que los antiguos bodegones.
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