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El viaje que no cesa

lLa llegada de pateras adquiere una relevancia significativa en el contexto de una Europa atemorizada

Algunos del medio centenar de inmigrantes subsaharianos que fueron rescatados el pasado día 1 en Málaga. / Daniel Pérez / Efe
Pablo Bujalance

08 de enero 2017 - 02:37

Málaga/Apostado en la Plaza de la Merced de Málaga a la espera de que pasara la Cabalgata, escuché el otro día a mi lado un comentario presuntamente inocente que un tipo algo entusiasta hacía a otro mientras ambos devoraban una bolsa de pipas: "Hombre, el rey Baltasar llegó el otro día en la patera, imagino que lo habrán dejado salir para subirse a la carroza". Lamentablemente, en la Cabalgata de Málaga tenemos que asistir aún al triste espectáculo de un Baltasar blanco con el rostro pintado, así que el chiste tenía aún menos gracia. Aunque, en honor a la verdad, la identificación del africano con la patera es una norma común en Málaga y en toda España; es el color de la piel, todavía, el que mueve a considerar al de fuera un inmigrante, un extranjero o un turista residencial, salvo que la ostentación de poder adquisitivo induzca a pensar lo contrario.

Pero lo cierto es que en Málaga el asunto de las pateras se percibe por lo general con cierta indiferencia salvo que alguien decida ponerse manos a la obra. Así, cuando hace ya algunos años una parroquia decidió acoger a personas inmigrantes en sus dependencias a modo de actividad pastoral, gran parte del barrio se movilizó para proveer de alimentos, artículos para la higiene personal, enseñanza de la lengua castellana y otros bienes a los allí reunidos, en un episodio similar al que se da día sí y día también en los municipios gaditanos donde la llegada de pateras es más frecuente. Salvando estos episodios, digamos que el estrecho es aquí lo suficientemente ancho como para que quienes deciden hacerse a la mar en tan pobres condiciones se lo piensen antes de poner rumbo a Málaga, así que la sensibilización se limita a las portadas de los periódicos cuando la actualidad lo requiere o a los comentarios de barra de bar como el de la Cabalgata. He aquí, sin embargo, que en los últimos días la afluencia de inmigrantes arribada a la Costa del Sol ha sido mucho mayor de lo habitual, con 154 personas contabilizadas en sólo cinco días. Y no han faltado mensajes de abogados, medios y otros portavoces de rango advirtiendo del efecto llamada que entraña este goteo, más preocupados, sospecho, por la seguridad de los plácidos malagueños que por la de los recién llegados, por más que sean éstos los que más tengan que perder y por más que se hayan dejado media vida en el mar si logran alcanzar su destino. Al parecer, 154 personas, suficientes para llenar dos autobuses, son muchas. Especialmente en el contexto preciso que ofrece una Europa consumida por el miedo. Y más aún si, ante el colapso de los centros establecidos ad hoc, los inmigrantes terminan puestos en libertad. A saber qué harán por ahí.

Convendría apuntar, sin embargo, que no hay más efecto llamada que la calidad de vida que ofrece esta Europa en territorios sumidos en la guerra, la hambruna y el desastre. No hace falta que los inmigrantes terminen en la calle para que otros viajeros potenciales se den por aludidos: siempre va a haber quien lo intente, esencialmente porque ésa es su última carta. La llegada de inmigrantes es, por tanto, una cuestión inevitable. Y entraña un problema en la medida en que el resto de países europeos insisten en seguir mirando para otro lado, sin atender a la evidencia de que la mayoría de quienes alcanzan en patera el sur del continente no lo hacen para quedarse aquí. Es en Europa donde hay que pedir los recursos, equipos y dispositivos necesarios para que se pueda dar la mejor respuesta posible a quienes llegan casi siempre heridos, desnutridos o deshidratados. Resulta vergonzoso que la Cruz Roja tenga que atender a estas personas en tiendas de campaña: no hablamos de una huida de refugiados, sino de un éxodo paulatino que se da desde hace demasiados años y para el que seguimos contando con las mismas herramientas de siempre.

Así que alertar con efectos llamada no va a servir de nada, pero sí lo hará la extensión de esta responsabilidad más allá de Andalucía y España pueda representar aquí un papel importante. La pedagogía local, eso sí, no es menos urgente. Esas personas no cometen delito alguno por llegar en patera. Es cierto que su situación irregular hace deseable un control, pero no una privación de libertad, y menos en centros sin las mínimas condiciones. Que se les trate como a animales no va a disuadir a los siguientes. Menos miedo, en fin, y más soluciones.

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