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Síndrome expresivo 5 | La obsesión por retorcer el vocabulario

Ante composiciones llenas de palabras altisonantes, en apariencia profundas, se esconde el vacío existencial más absoluto y elocuente

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Las palabras rebuscadas no hacen más que entorpecer el buen uso del idioma.

Algunos libros de texto y revistas escolares lucen en la portada la icónica imagen de la generación del 27 tras la mesa del salón de actos de la Sociedad Económica de Amigos del País, en unas jornadas organizadas por el Ateneo de Sevilla. Esta instantánea celebra el tercer centenario de la muerte del poeta cordobés Don Luis de Góngora: merecido homenaje de un grupo de jóvenes artistas que vuelven sus ojos hacia un escritor que renovó la lengua literaria castellana, allá por el siglo XVII.

Por supuesto, un camino estilístico no exento de polémica entre aquellos que defendían la flexibilidad del idioma y la recuperación de los tópicos de la antigüedad clásica, y otros que criticaban abiertamente ese delirio en la construcción morfológica de las palabras y el retorcimiento voluntario de la estructura de la frase.

Afirman los historiadores que los acontecimientos se repiten a lo largo del tiempo de forma cíclica, siempre con algunos matices en los personajes protagonistas y el desarrollo de los sucesos. Así, en nuestras aulas nos encontramos, a partir de los últimos cursos de Secundaria, con un perfil de alumno que ha leído un par de ensayos breves sobre la mitología de Fondo de Bikini o algún tratado de gastronomía vanguardista (que falta nos hace a algunos).

La consecuencia inmediata de esta práctica lectora es la aparición de un síndrome lingüístico que podríamos calificar de “Góngora redivivo”. Sí, querido lector, esta desviación expresiva consiste en la creencia de que cuantos más palabros y giros idiomáticos inventes, mejor y más prestigiosos serán los textos resultantes.

Como botón de muestra, el fragmento siguiente:

En nuestras redes de seres humanos, visualizamos un crecimiento exponencial de actitudes de resiliencia ante los escenarios metacognitivos que, desde un punto de vista neurolingüístico, condicionan los parámetros posmodernos. De ahí, la necesidad de una visión holística de la existencia basada en la asertividad comunitaria.

Ante tales composiciones en apariencia profundas, se esconde el vacío existencial más absoluto y elocuente. Desgraciadamente, muchos alumnos se dejan atrapar por la charlatanería de unos textos impresos, acompañados de una serie de gráficos y citas de autoridad sacadas de contexto.

Como consecuencia, este estilo de redacción hilarante se erige en un modelo digno de ser imitado por unas mentes inocentes, aún en desarrollo. Ellos cumplen la máxima de muchos ciudadanos que ante tales disparates lingüísticos se expresan en estos términos: “No he entendido nada de lo que este señor ha dicho, pero suena tan bien que debe de ser muy profundo”.

¿Se puede superar?

La obsesión por retorcer el vocabulario, crear nuevos términos a partir de prefijos y sufijos o sumergir al lector en laberintos sintácticos, es una enfermedad expresiva que puede convertirse en crónica de no mediar un tratamiento efectivo y duradero, basado en la lectura de escritores y periodistas con un rigor estilístico. Así, sin duda, más atinadas que las recomendaciones de un servidor, creo que serán las de un tal Miguel de Cervantes:

  1. Las palabras y frases en los escritos deben ser “significantes, honestas y bien colocadas”, que permitan al lector comprender los mensajes “sin intrincarlos y escurecerlos”.
  2. Uno de los amigos del inmortal hidalgo manchego, el bachiller Sansón Carrasco, declara que la lengua española “es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella”.
  3. La complejidad no es sinónima de elegancia y estilo refinado. Así, escribimos para que nos entiendan y leemos para comprender la realidad que nos rodea. Por este motivo, Cervantes pone en boca de los personajes una advertencia sobre el buen uso de la lengua, como: “¡Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala!” o “Anda despacio; habla con reposo; pero de manera que parezca que te escuchas a ti mismo; que toda afectación es mala”.

Consejo final

Querido alumno, opta por un estilo sencillo y preciso, alejado de frases kilométricas, giros rebuscados y palabras dislocadas. En otras palabras, ¿unas croquetas rococó rellenas de aire balsámico de las islas Seychelles o un humilde puchero con su pringá? No hay color, querido amigo. No hay color. Sigue mi consejo y camina por la senda de un estilo diáfano y elegante. Recuerda que, en la vida, lo más complicado es proponer soluciones simples a problemas complejos (y mojar pan con elegancia). Vale.

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