Un punto de inflexión
EN uno de los pinares costeros más recogidos de Andalucía, un tapiz verde que baja hasta la marisma del río Barbate, la Junta ha comenzado a demoler la casa club de Montenmedio, un centro turístico que, paradójicamente, no debe figurar en el listado de atentados medioambientales de Andalucía. No, la citada casa, unos cuantos restaurantes, un atractivo centro de arte contemporáneo, el golf y las instalaciones hípicas (no hay adosados ni más viviendas que las del dueño) pasarían hoy por ser un modelo de integración en el paisaje; sin embargo, el edificio principal se comenzó a construir con una "licencia provisional" otorgada por el Ayuntamiento de Barbate de acuerdo con un futuro PGOU que no estaba en vigor y que, en teoría, legalizaría la instalación de modo retroactivo. ¿Les suena el caso? Hay bastantes, porque así es como entienden muchos alcaldes lo que es una verdadera planificación a futuro.
Años ha durado el litigio entre Ibercompra -la propietaria- y los tribunales, aunque la última sentencia de la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJA, de la que fue ponente el magistrado Antonio Moreno Andrade, no deja lugar a dudas: la casa no sólo es ilegal, sino que además es ilegalizable, de ahí la orden de demolición. La Consejería de Vivienda y Ordenación del Territorio, después de decenas de vicisitudes, está ejecutando la sentencia sin alardes de propaganda y con el acuerdo de la propiedad, harta de tantos litigios. Ha habido en este caso un tanto de injusticia, alimentada por la mala conciencia de la Junta y por la crudeza, cuando no hipocresía, de una oposición que veía en Montenmedio la oportunidad de un gran escándalo político debido a la vieja amistad que su propietario, Antonio Blázquez, guardaba con Felipe González.
Por todo esto, este derribo marcará un antes y un después en la práctica de la Junta frente a las construcciones ilegales. No es un secreto que algún alto cargo autonómico ha comentado muchas veces en privado que la administración carecía de "legitimidad" para derribar las viviendas ilegales del litoral, casa unifamiliares más modestas (aunque también rentan lo suyo en verano), mientras no cayera Montenmedio. Bueno, así ha sido, y todo esto ha ocurrido justo en la misma semana en que el consejero de Ordenación del Territorio, Juan Espadas, investía de autoridad a los primeros 25 agentes que velarán por el rigor urbanístico en Andalucía. Muy pocos, por lo que de momento sólo se centrarán en algunas áreas protegidas, caso del entorno de Medina Azahara, donde hay casi 250 construcciones ilegales dentro de los límites del yacimiento arqueológico. Ciertamente, el número es escaso, aunque a ellas hay que sumar los agentes de la Policía Autonómica que también realizan labores similares y los escasos guardias civiles dedicados a ello en cada provincia.
¿Y los guardias municipales, que son los que mejor conocen el municipio al pertenecer directamente al Ayuntamiento, esto es, a la administración urbanística de base? Pues nada, porque han sido los consistorios, por acción u omisión, los culpables de la proliferación de las urbanizaciones ilegales en Andalucía, un problema que terminó por desbordarse en el año 2000 y que saltó al tejado de la Junta, al de los jueces, al de los fiscales y al de otros cuerpos de seguridad.
En la última Memoria de la Fiscalía General del Estado, el fiscal responsable del área de medio ambiente en Sevilla se queja de que los asuntos urbanísticos han agostado los medios de respuesta y que, prácticamente, no le quedan ni recursos ni tiempo para ver otros casos relacionados con el agua, la protección de la fauna o la contaminación del aire. La Fiscalía, y esto es rigurosamente cierto, es el único instrumento que le quedó a la Junta cuando decidió, por fin, restablecer la legalidad en el urbanismo. Y es que los fiscales, a diferencia de los jueces, tuvieron muy claro cuál es el significado del artículo 319 del Código Penal, y sobre todo el de su apartado tercero que mantiene que el juez "podrá" ordenar el derribo de la construcción ilegal. Ese "podrá" no es un "si quiere" arbitrario, sino un "siempre que se pueda"; es decir, siempre que no cause daños mayores a terceros.
Tal como ha mantenido la Fiscalía de Cádiz, una condena para el promotor, dueño o constructor de una casa ilegal es un coste más de la vivienda a no ser que no se ordene el derribo, único modo, según el representante público, de "restablecer la legalidad".
El consenso que sobre la necesidad de ejecutar el derribo mantienen los fiscales de medio ambiente no es compartido, sin embargo, por los jueces, que en cierto modo sienten que es a ellos a quienes toca reparar la negligencia de la administración competente en el urbanismo, básicamente los municipios y, en último término, la Junta. Que tiren ellos, aunque bien mirado detrás de la consumación de cualquier delito no sólo está la voluntad del delincuente.
No obstante, en los últimos meses, las audiencias provinciales andaluzas, caso de las de Córdoba y Cádiz, están aunando criterios y ordenando más derribos en sus sentencias, al menos, en los casos de suelos no urbanos con algún tipo de protección. La falta de sentencias sobre estos asuntos en el Tribunal Supremo favorece estas disparidades de pareceres entre los jueces, aunque algunos magistrados -caso del citado Moreno Andrade- sí redactan de modo consecuente. Fue él mismo quien declaró ilegal la urbanización de Atlanterra, en Tarifa, un verdadero atentado medioambiental, aunque en ese caso no ordenó el derribo porque éste hubiera supuesto un daño mayor para los cientos de propietarios que adquirieron las viviendas. Eso es lo que marca precisamente el apartado tercero del artículo 319 del Código Penal: siempre que se pueda se derribará, no cuando se quiera.
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