El hombre que se metió en todos los charcos

Pérfil

Imprevisible y soberbio, culto y honesto, Griñán ha logrado sostener la Junta durante la peor crisis, pero ha sometido a su partido a cuatro años de sobresaltos.

El hombre que se metió en todos los charcos
El hombre que se metió en todos los charcos
Juan M. Marqués Perales

28 de julio 2013 - 05:04

La frase se volvió cansina. Cada vez que a Griñán se le preguntaba sobre algún aspecto de su futuro, la evasiva siempre fue la misma: "Cuando lleguemos a ese río, cruzaremos ese puente". Bien, el que hasta el próximo 27 de agosto será presidente de la Junta ha cruzado todos los puentes, se ha metido en todos los ríos y ha pisado todos los charcos.

Nada de lo sucedido durante estas dos últimas semanas es posible de comprender sin conocer la singular personalidad de José Antonio Griñán, el hombre de las dos caras: imprevisible como el viento, soberbio como si fuera un hombre de Estado, culto por pasión y honesto sin ambiciones por el dinero. Un tipo atractivo, buen conversador, repleto de humor y, políticamente por encima de la media andaluza durante los años previos a su Presidencia, cuando fue consejero de Economía, pero que envejeció en todos los sentidos desde el momento que entró en el Palacio de San Telmo. Desde entonces, se granjeó muchos enemigos en su partido y fabricó una suerte de teoría de la conspiración contra él, no exenta de algunas realidades palpables. Durante una cena en Madrid, en la Taberna del Alabardero, en septiembre de 2011, en una reunión donde se rompió alguna copa y que pudo acabar mal y con la aurora, uno de los ocho secretarios provinciales andaluces con los que comía llegó a grabarle con la intención de llevarlo a un serio aprieto. Entonces, Susana Díaz, que era secretaria de Organización del PSOE, le aconsejo: "Vámonos, presidente". Toda una premonición.

A Griñán, de 67 años, le ha tocado dirigir la Junta durante los cuatro años (2009-2013) más difíciles desde que la Administración autonómica se puso en funcionamiento, y ha logrado sostener, a pesar de la crisis y de las restricciones presupuestarias, un sistema sanitario y educativo público sin recortes en los servicios básicos, pero en su envés, porque ha sido un presidente de dos caras, ha sometido al PSOE andaluz y al federal a un vaivén constante. Sus prontos han logrado descolocar a los más sensatos hasta tal punto de que sus acciones se ganaron un nombre propio: las griñanadas. Algunas de ellas, como la de no adelantar las últimas elecciones como le pidió Zapatero, le valió a su partido una victoria política en plena marea azul del PP; otras, como lo ocurrido desde el 26 de julio, indican su volubilidad: primero anunció que no se volvería a presentar, aunque iba a agotar la legislatura; luego, que la legislatura quizás se acababa en unas elecciones anticipadas porque el horizonte era muy inestable, y, por fin, lo que todos preveían: que dimitía, que decía adiós, pero -eso, sí- nadie se imaginaba que fuera tan pronto, el 27 de agosto. ¿Por qué no contó todo esto, toda la verdad, ese 26 de julio en el Parlamento? Pues, bien, créanselo: porque ni él mismo lo sabía, quería escapar, pero no sabía cómo. Ya está hecho. Griñán se podrá marchar de vacaciones -suele ir a la costa de Lugo porque sus hijos residen en Galicia- con la tranquilidad de que nunca jamás se volverá a sentar en el despacho de San Telmo.

En los últimos meses, el presidente sufrió lo que podíamos llamar la humanización del poderoso, un trance que algunos pasan cuando se ven apeados del cargo a la fuerza; otros, cuando ven cercano su final vital, y otros, como Griñán, cuando extrañamente llegan a ese convencimiento durante la posesión del mando. Aborrecía la lucha partidista, le aburrían los debates con Zoido en el Parlamento, se sentía cansado y quería ser, en el mejor de los casos, un presidente a lo Mitterrand, sin meterse en más charcos. En las alturas. Este hastío y el hecho de que se pusiera en duda su honestidad con el caso de los ERE formaron el cóctel perfecto para su despedida. Casi un "ahí os quedáis". En alguna ocasión ha dicho lo que se le ha oído también a muchos políticos retirados: "La política es muy puta". O muy cabrona. O muy jodida. La batalla ideológica deriva en muchas ocasiones en una guerra abierta donde se utilizan asuntos familiares y se recurre a las instrucciones judiciales para socavar la honestidad personal a sabiendas de que no hay responsabilidad penal.

"El presidente marca sus tiempos, y ya sabes cómo son los tiempos del presidente". Quien esto explica es una de las personas más cercanas a José Antonio Griñán, que además de presidente, ha sido consejero de Economía, ministro de Salud y Trabajo con Felipe González, inspector de Trabajo -fue el tercero de su promoción- y militante de un partido al que nunca comprendió. Sus tiempos, en efecto, son muy peculiares. Como sus odios y amores.

Con Manuel Chaves, el que fuera su amigo de los cines de fines de semana, rompió todas las relaciones afectivas, y con Alfredo Pérez Rubalcaba ha tenido una afinidad intermitente. Sin que nadie se lo explique aún, cambió de opinión antes del último congreso federal y pasó a apoyar a Carme Chacón; lanzó a Susana Díaz a que defendiera a la ex ministra de Defensa porque él se mantuvo en una "neutralidad activa" que pocos creyeron y, tras convertirse en presidente federal del PSOE, ha pasado de apoyar un día a su secretario general a solicitar el otro que convocase elecciones primarias.

A diferencia de su sucesora, Susana Díaz, Griñán no vive las 24 horas del día para la política, y ni mucho menos para su partido. Su relación con la política es bien distinta. Griñán siempre ha tenido un discurso propio: los teje con coherencia a base de lecturas y de un bagaje cultural amplio. En muchas ocasiones, y en especial cuando se trataba de economía, es capaz de pronunciar conferencias sin más apoyo que una cuartilla con cuatro o cinco anotaciones escrita y, en el Parlamento, ni Javier Arenas, ni mucho menos Juan Ignacio Zoido, fueron capaces de tumbarlo dialécticamente. Un tipo, en este sentido, muy sólido. Sus acciones y sus tiempos, sin embargo, eran otro asunto.

La razón que llevó a los dirigentes del PSOE andaluz a elegirle como sucesor de Manuel Chaves en 2009 fue su formación económica y su buenas dotes de comunicación. Griñán nunca quiso ser presidente, sentía que su vida política se estaba acabando y, en varias ocasiones, se negó a ser un dirigente de transición. "No creo en los presidentes de transición", comentó en alguna ocasión a este medio. El ejemplo recurrente era el de Benedicto XVI, el alemán que estaba llamado por su edad a ser un Papa de transición y, como él, Griñán ha terminado dimitiendo.

El hecho de que no quisiera ser presidente de la Junta explica mucho de su salida. Cuando por fin aceptó relevar a Chaves, sabía que no iba a llegar a 2016. Sin embargo, su lucha por desplazar al ex presidente de la secretaría general del PSOE andaluz hizo prever que venía para quedarse mucho tiempo. Griñán forzó aquel congreso extraordinario de marzo de 2010 en el que se hizo con el liderazgo del PSOE andaluz, y fue a partir de entonces cuando rompió con el chavismo hasta el punto de borrarlo del mapa andaluz. Luis Pizarro, Antonio Fernández, Martín Soler... todos los que habían impulsado su nominación se quedaron al margen. Con Gaspar Zarrías o Francisco Vallejo había roto antes. Y fue a partir de entonces cuando hizo un PSOE nuevo, con jóvenes inexpertos más allá de la vida interna del partido, personas, como Mario Jiménez, Rafael Velasco o Susana Díaz, que en casi nada se parecen a él.

Esta lucha generó, por qué no decirlo, un odio casi africano. Si no es así, es imposible explicar cómo en el congreso del PSOE andaluz de Almería, el que se produjo tras las elecciones autonómicas de 2012, obtuviera un rechazo de casi el 30% de los críticos. Y eso que acababa de sortear las elecciones más difíciles a las que nunca se había enfrentado el PSOE, cuando todos, quizás menos él, daban a Javier Arenas como presidente andaluz. Durante su mandato como secretario general, el PSOE no ha ganado ninguna elección en Andalucía: ni las municipales y generales de 2011 ni las autonómicas de 2012, pero en esta ocasión el PP sólo le sacó 4.000 votos. Pudo pactar con IU y alargar el ciclo socialista en Andalucía por, quizás, dos legislaturas más. Ése fue su mayor éxito, el que le dio el liderazgo que le ha permitido hacer esta sucesión. "Presidente, vámonos", le aconsejó Susana Díaz aquella noche madrileña. Pero no tan pronto, le habría dicho ahora. Imprevisible.

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