La mano que corta la tela
costureras
Tras años fuera de foco, la aparición de talleres y su profesionalización confirman el resurgir de la costura, que se vindica como respuesta a la moda rápida
Sobre el sector aún pesa el lastre de haber sido considerada tradicionalmente una labor secundaria y mal pagada
Los hilos y las mujeres. Desde Aracne, desde Penélope, desde las Parcas, desde el telar, el uso y la rueca. Desde Ariadna y el Minotauro. ¿Qué no tramarían? Tan evocadora como esforzada, coser, tejer, ha sido una de esas tareas mecanizadas e invisibles con frecuencia relacionadas con las mujeres. Pequeñas nuevas Evas, robots mercuriales. La que cose sin pensar, teclea sin pensar, plancha sin pensar, amasa sin pensar. Casi en estado de trance.
Y aun así, “con la costura es imposible saber, por ejemplo, cuánto te va a llevar un trabajo –explica María Jesús, del taller La Tramoya–. Porque estás tratando con personas, no con máquinas: lo mismo ese día estás más distraída, o más cansada, tienes la mente en otra cosa...”
La Tramoya es el taller de confección de Verónica Abad. Ahora mismo, hay tres costureras en el garaje (la propia Verónica, Marisa y María Jesús), retocando el tipo de La reina del Su: “Si hubieras venido la semana pasada, te habrías asustado”, dicen.
Las semanas de inicio del COAC son, para quienes tienen que pillarles a tantos la medida, el peor momento del año. O el mejor, no se sabe. El más delirante, desde luego. “Es normal que Martínez Ares dijera tan tranquilo el día del estreno que aún no tenían los tipos en la mano. A quien esté dentro, no le extraña”, asegura Verónica. Una feroz época de exámenes. En el taller de La Tramoya hay bizcochitos y cosas para picar, pero no hay reloj. El año pasado, el Carnaval oficial coincidió con la otra gran temporada (bodas, bautizos, comuniones). Fue interesante.
Las costureras de La Tramoya llegaron al coro de Antonio Procopio porque se había quedado sin modistas. Cuarenta y cuatro trajes. Cada agrupación numerosa lleva detrás a tres o cuatro mujeres cosiendo: “Lo mismo alguien lleva el nombre y corta el patronaje, como hacía Manolo Torres, pero luego tiene a gente fuera cosiendo”, asegura Verónica. No hay otra manera. “Solo es imposible –asegura Marisa–. El ritmo es muy fuerte. Este año, yo he llegado a un momento en el que no me enteraba de las explicaciones de puro cansancio. Y luego están los imprevistos: ¿qué pasa si te pones malo?”.
Las costureras comentan que, en la confección de un tipo, se nota también la evolución en la fiesta: “Todos hemos ido entendiendo poco a poco que un tipo va más allá de un mono con unas cuantas cosas pegadas, pero es que la evolución también va por la técnica, por los materiales que aplicas, nuevas telas...” Por ejemplo, la levita de La reina del Sur -una noche estrellada que termina uniéndose con el mar (boceto de Pablo Lanzarote)- es tela impresa.
En Carnaval, además, el funambulismo es obligado: las confecciones son muy elaboradas pero los talleres y las costureras son conscientes de que no pueden subir mucho los precios, “o arruinas a la gente”. Y ahí aparece otra cuestión fundamental al hablar de las que tienen coser: el “no está pagao”, pero de verdad.
“Históricamente, se ha cosido en casa, lo que lo limitaba ya por ahí a lo femenino. Y de forma no profesional, o no considerada profesional, como una ayudita”, explica Verónica. El diminutivo no invitó nunca a grandes dispendios.
En el local de Very Wool, la tienda y escuela de punto de la calle José del Toro, Julia señala el elaborado chal que cubre un maniquí: “Yo le he puesto un precio de 200 euros y apenas cubre el trabajo que tiene. Pues ya te digo que, si alguien lo paga, es alguien de fuera”. Para ella, el demérito de lo hecho a mano es una cuestión social, “de prestigio, más que de poder adquisitivo. Lo artesanal ha quedado devaluado, quizá por todo ese ‘Hazlo tú mismo’, que da a entender que cualquiera puede hacerlo”. Y, como en tantas cosas, potencialmente, sí, desde luego. Cualquiera puede.
“La costura se suele valorar muy poco casi por costumbre: ha sido durante mucho tiempo un trabajo que hacían las mujeres por necesidad, y muy precario", apunta Floren Campos, el nombre al frente de la marca y taller de confección Dresses2Kill.
"Ahora que se está profesionalizando, y tú pagas tu alquiler, tus impuestos, etc., a muchos les puede parecer caro un precio que, realmente, presentas muy justo, porque eres consciente de que no puedes ir al otro extremo -prosigue-. A mí, hay novias que, con el traje en la puerta, me han dicho: ‘Deberías cobrar más’. Y las horas, como si no existiesen: “Se valora muy poco todo el trabajo que tiene. El descubrir que no es así, la dedicación que hay detrás, es una de las cosas que más repiten quienes vienen a aprender”.
La siguiente reflexión es inevitable: ¿por qué, entonces, la ropa es tan barata? Y ya sabemos todos la respuesta. “Existe una mayor conciencia de cómo se hacen las cosas, y hay gente que quiere aprender a hacer sus propias piezas como parte de esta concienciación”, indica Floren.
Una queja común al respecto es lo caros que resultan los arreglos:el error, confirman, está en pensar que el arreglo es caro; lo que es absolutamente descabellado es vender una camiseta por cinco euros.
Pero es un proceso complicado: venimos de años salvajes al respecto. Y a nivel social, a pesar de todas las buenas palabras, lo que se sigue fomentando es la compulsión: “Yo misma era de las que se volvían locas comprando, con la excusa del trabajo. Lo mismo podía tener prendas en el armario durante tres años con la etiqueta puesta –abunda la responsable de Dresses2Kill–. Igual lo que necesitas son cosas más especiales que te vayan a durar mucho más. Así encuentras luego prendas con los cuadros desparejos, cortes irregulares, brillos distintos.... ¿Qué le vas a pedir a alguien que trabaja doce horas en un taller con malísimas condiciones y tiene que sacar 200 pantalones?”.
“Mucha gente me dice: ‘Pero es que yo necesito cambiar, si no, me aburro’. Crees que necesitas cambiar, porque es lo que te han vendido. En cualquier caso, es un camino o una conclusión a la que tiene que llegar uno solo”, añade.
Luego está el tema del greenwashing, con esas prendas con etiquetas ecosostenibles de las grandes marcas, algodón ecológico que viene de la otra punta del planeta. “Pienso que toda esta fagocitación tiene que tener, a la fuerza, fecha de caducidad”, comenta Floren. La de la moda es, además, una de las industrias más contaminantes del planeta: su reciclaje es extremadamente difícil. “Lo mismo te compras una camisa mezcla de algodón y poliéster porque crees que es mejor y resulta que es más sostenible la de poliéster entero, porque al menos se puede reciclar”, señala.
Ejemplos andantes del cambio de concepto sobre la costura es que no todas las mujeres que salen en este reportaje pensaron que terminarían dedicándose a ello. De hecho, la mayoría no lo pensó en absoluto. Verónica, Marisa y Floren vestían a sus muñecas. María Jesús, tía de Verónica, ha cosido siempre: “Mientras la gente iba a comprarse las cosas, los disfraces y demás, mí tía siempre estaba allí –cuenta Verónica–, y yo me interesé un poco para no depender de ella en algunas cosas”. Más allá, siguió haciendo encargos de sombrerería y “luego, trabajando, para Manolo Torres”. Este verano y el anterior a la pandemia salió con Charo Quintero. También cose para cofradías, una labor en apariencia no tan creativa pero en la que disfruta buscando las referencias históricas.
Marisa, por su parte, fue delineante durante 16 años. Se recicló en los cursos que impartía Carmen Trigo en El Bidón. “Realmente, empecé a darle vueltas muy remotamente porque les arreglaba cosas a los compañeros de trabajo y me decían: ‘Deberías cobrar’”.
Floren es de Algar y comenzó a coser con nueve años: “El resto de las niñas iba a catequesis porque hacían la comunión, así que a mí me tocó corte y confección”. Curiosamente, en su casa no había una dedicación plena al tema, “mi abuela paterna, de hecho, terminaba alucinando con las cosas que llevaba”. El coser evolucionó de forma natural, “me apetece un vestido así, no lo hay, yo me lo hago”. Terminó licenciándose en Filología Inglesa y después trabajando en Madrid, durante muchos años, como administrativa. Sobre 2011, rememora, empezaron a aparecer los talleres de diseño y artesanía, y de alguna manera –el montar una firma, dar clases... – todo fue encajando en su vida. El Covid y una ruptura (y sus padres) la animaron a volver a Cádiz y probar: “La parte logística está siendo más complicada de lo que pensaba y, al llegar, ni siquiera consideraba seguir dando clases”, admite.
Actualmente, trabaja e imparte cursos en su local de Hospital de Mujeres, donde tiene cinco grupos fijos de confección y patronaje, con diez horas a la semana, más el aprendizaje intensivo. También hace asesoría para otras marcas y gestión de producción.
A Julia le cogió el tema cuando tejer ya era algo caduco y, sin embargo, ha terminado rodeada de ovillos. Se vio en el paro con 50 años y el mundo de las oposiciones le pillaba muy lejos. “Y ya habían empezado este tipo de tiendas, Black Oveja en Madrid, y otra en Gijón, que yo recuerde”.
Coser en casa, a no ser que seas profesional, no tiene que ver con lo que era coser antes, cuyo fin era sacar adelante la ropa de toda la familia. El esclavismo de la Singer: “Creo que había cierto miedo y rechazo en toda una generación: coser no era placentero, así que intentas desvincularte, ¿qué necesidad de amargarse hay si, además, no vale la pena, te compras lo que quieras por no tanto?”, dice Floren. Pero tan defenestrada quedó la actividad –recuerda Julia–, que “como en los colegios a coser se les enseñaba a las niñas, cuando llegó el momento de unificar, en vez de enseñárselo a los niños, lo quitaron. Cuando los primeros que te sabían arreglar un pantalón eran los embarcados”.
Para Floren, la ruptura ha sido entre la generación de madres “que empezó a trabajar por cuenta ajena y a desvincularse de las tareas del hogar”. Cómo me voy a complicar haciendo un zurcido si compras otras mallas por nada: ahí seguimos. Providencialmente (o no), al mismo tiempo empezaron a florecer las marcas generalistas de moda. Julia recuerda que en la generación anterior a la suya “aún había gente que cosía porque no se podía pagar la modista. Pero en cuanto se empieza a tener cierto poder económico, eso desaparece y, a la vez, se generalizaron los primeros grandes almacenes, Galerías y demás. Hoy día, de acuerdo, siempre va a ser mejor un vestido de novia de un modisto que de Pronovias, pero ya estamos hablando de otra cosa”.
“De alguna forma, frente a lo que era el coser, hacer punto se mantuvo un poco más, quizá porque lo puedes hacer viendo la tele. También, en España se desinfló mucho, pero en el resto de Europa siguió gozando de buena salud”. Tal vez por ello, añade, parece que el mundo anglosajón ha descubierto ahora la rueda, ya que chupamos de allí la moda tricotosa de escaparate, con We Are Knitters como principal exponente.
“Es cierto, sin embargo, que ahora el escenario se ha ampliado mucho –puntualiza Julia–. Donde antes recurrías a los modelos de las revistas (Penguin, Esmeralda, Lanas Stop), ahora la variedad de estilos es tremenda. Igual sucede con las lanas, que antes había cuatro tipos”.
En los grupos de Very Wool, la mayoría son mujeres de entre 40-50 años: “Un 20% o así de chicas más jóvenes, muchas, extranjeras”. Julia comenta que hay algunos casos que llegan por recomendación del terapeuta, para trabajar la concentración, la conexión social y “mantener la cabeza activa”. Al fin y al cabo, tiene bastante de sudoku eso de trabajar con los patrones y convertir en tridimensional el galimatías de líneas y números.
De ser algo a esconder –“Dile a tu madre que no te haga más jerseys”–, a ser algo que enseñar en el Insta. En los últimos años, las ventas de máquinas de coser han aumentado un 50%. “Parece que hubo una época en la que todos queríamos ser iguales; ahora, el objetivo es ser único”, opina Julia.
“La moda de la costura y demás también va unida a que la gente intenta actuar de un modo más sostenible: recuperar y hacer tus propias prendas ha entrado también en esta dinámica”, comenta Floren. La actividad, además, se ha reconvertido en hobby y, desde hace unos años, “hay un auge de todas las labores. Coser no tiene por qué ser algo relacionado con las amas de casa, que era un poco lo que parecía hace no tanto tiempo –continúa–. Igual también hay un poco de nostalgia de haber visto a tu madre o tu abuela”.
“Valorar lo que desechas es muy complicado porque, en tu mente, ya ha perdido el valor. En el mundo actual, la moda se deprecia totalmente cuando pasa la temporada”, prosigue Julia. Que el mérito de una cosa no es lo que vale es algo difícil de asumir en el mundo de la compulsión. Pero además, “está el tema del espacio en las casas, nos vamos a hacer cada vez más japoneses”. Julia recuerda el concepto de armario cápsula, también moda anglosajona: un armario con unas diez prendas por temporada parece de dictadura Kondo, “pero, si lo piensas, al fin y al cabo terminas poniéndote siempre las mismas cosas. En cualquier caso, tiene que haber un término medio entre eso y armarios saturados, porque la moda también tiene una parte festiva, de capricho, que está ahí y no debería perder”.
Fiesta. En La Tramoya echan de menos que en Cádiz, con tantas ocasiones para subirse a unas tablas, no tenga en Bellas Artes un espacio para el vestuario escénico. “¿Y qué mejor escaparate para reivindicar y hacer un buen disfraz, o un buen traje de piconera, que los presentadores en la Final? –añade Verónica–. Son cosas que no entiendo”. Cuando la escena, y lo festivo, son los momentos más apetecibles para coger la aguja. Frente a una confección al uso, “es más bonita la confección de este demonio”, asegura María Jesús, a pesar de todo. Por pedir, la carta de las costureras incluye a los propios Reyes: “¿Qué mayor fantasía? Ahí todo vale, dejas la imaginación correr”. Con esos tres, más es más, de siempre.
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