La Andalucía fea
Urbanismo
Mientras en Zahara de los Atunes, Tarifa o Nerja defienden su territorio, un libro recorre toda la comunidad para señalar el resultado de décadas de un planeamiento descontrolado

En Zahara de los Atunes están como el general Custer contra los indios. Ya ni saben por dónde les vienen y sus 1.300 habitantes, que cada verano reciben a unos 30.000 vecinos más de temporada, se apostan detrás de las carretas defendiéndose a diestro y siniestro. Zahara es un pueblecito del litoral de Cádiz que en el imaginario es sinónimo del último paraíso al que no paran de cortejar constructores, especuladores y construgobernantes del partido del cemento. Tan pronto su ayuntamiento matriz, Barbate, les quiere endosar a la entrada del pueblo un centenar de pisos turísticos junto a una zona inundable, de servidumbre militar y con espacios protegidos como que una promotora idea un complejo residencial en la manzana del castillo de La Almadraba, reconocido como Bien de Interés Cultural.
Y los zahareños dicen no y no, como cuando hace diez años consiguieron tumbar el proyecto de un hotel de dos plantas y 30 habitaciones en plena playa. El tesón de los zahareños, con su alcalde, Agustín Conejo, a la cabeza, es encomiable, pero también es un grito de basta contra décadas de invasión de la fealdad en la región. Paremos ya.
La Junta de Andalucía tenía contabilizadas en agosto de 2023 300.000 viviendas ilegales y 640.000 viviendas vacías, lo que supone un 13% de todas las que hay en la comunidad. Esas 640.000 viviendas están en manos de bancos o particulares porque en España, donde el dinero público sólo dedica un 0,2% del PIB a política de vivienda, la vivienda social es prácticamente inexistente, un 2,5% frente a al 35% de Holanda. No hablemos ya de Viena, con 220.000 pisos de renta controlada y otros 136.000 gestionados por asociaciones sin ánimo de lucro. ¿En serio hay que construir más? Ricardo Aroca, uno de nuestros grandes docentes de arquitectura, no tiene duda en afirmar que “España está sobreconstruida”.
La impresión de fealdad surge de un principio de violencia, de destrucción”.
Y donde se construye es en Madrid -y su ya inmensa área metropolitana que llega hasta Toledo y Guadalajara- o cerca de la costa, que es donde habitan el 90% de los españoles. Marbella cuenta con un litoral de 27 kilómetros. Pues el 98% de esos 27 kilómetros están urbanizados en los cien primeros metros de costa. Aún así, todavía hay proyectos para el 2% restante. Todo empezó hace mucho, durante el franquismo, cuando el falangista José Antonio Girón y Velasco, conocido como el León de Fuengirola, fue nombrado presidente de la Cooperativa de Promoción de la Costa del Sol. Entonces se bajó a su pueblo con unos cuantos constructores elegidos por su proximidad al Régimen (Banús, March, Meliá, Coca…) y empezaron a levantar la muralla de hormigón que es hoy el litoral malagueño.
España fea
La editorial Debate acaba de reeditar, con la incorporación de 275 fotografías, España fea, un libro clave sobre el planeamiento urbanístico en nuestro país. En él, su autor, el periodista especializado en arquitectura Andrés Rubio, detalla las atrocidades cometidas por el ladrillo en Andalucía. La edición está prologada por el arquitecto Luis Feduchi, director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Camilo José Cela de Madrid y que durante muchos años ejerció como catedrático de la Universidad de Queensland, en Australia. Para su texto, Feduchi ha elegido como encabezamiento una frase de Theodor Adorno: “La impresión de fealdad surge de un principio de violencia, de destrucción”. Y eso es lo que ha sucedido. ¿Es Andalucía bella? Pues cada vez menos. Pero, sobre todo, el paisaje andaluz es cada vez menos andaluz.
La teoría de Rubio en su libro es que España -y, por ende, Andalucía- “ha sido destruida por falta de amor, por la fractura de los puntos de unión entre los humanos y los objetos, entre los humanos y su paisaje”. El gran pecado de la Transición, continúa, fue entregar el territorio a un mercado apenas regulado. Es decir, el planeamiento del territorio, olvidado por los constitucionalistas de 1978, se convirtió en un reparto de plusvalías. Mientras se redactaba la Constitución vigente, el ministro de Obras Públicas era Joaquín Garrigues Walker, que pedía que su cartera fuera “un verdadero ministerio de ordenación del territorio porque las obras públicas no pueden responder a impulsos coyunturales, sino que deben ser consecuencia de un nuevo modelo de sociedad”. Nadie le hizo ni caso. La democracia no se dotó de una ley de costas propia hasta 1988 y en 2013 ésta pasó a mejor vida para ser sustituida por otra que suavizó los niveles de protección de la ribera marítima en favor de la ocupación y las actividades económicas, rebajando la servidumbre de protección de 100 a 20 metros.
Diez años antes, en 2003, la promotora Azata del Sol se había saltado olímpicamente la ley, la vieja y la nueva, y había construido a 14 metros de donde rompen las olas en el Algarrobico, la playa almeriense de Cabo de Gata en Carboneras, un mamotreto hotelero que es hoy el símbolo -porque sigue en pie a pesar de que la orden de demolición data de 2006- de la anarquía del ladrillo. En 2021 el TSJA paralizó su demolición con un argumento tan jurídico y de tan poco sentido común como que el Ayuntamiento de Carboneras había aprobado la licencia de obras. Sí, claro, una licencia de obras que se saltaba la ley. 50 sentencias después, ahí andan todavía con El Algarrobico.
A pesar de esos precedentes, en plena pandemia, en abril de 2020, y justificándose en la crisis que suponía la parada de la actividad, el gobierno andaluz del PP, apoyado por Vox, aprobó el decreto ley de Mejora y Simplificación de la Regulación para el Fomento de la Actividad Productiva de Andalucía. Abría la puerta a la relajación de la normativa en materia urbanística. Su aprobación reactivó a una plataforma adormecida, Salvemos Valdevaqueros, la playa con la mayor duna de Europa y sobre la que pende desde hace mucho la amenaza de la llegada del cemento con varios proyectos que, hasta el momento, han podido paralizar los vecinos de este enclave del término municipal de Tarifa. También se alertaron en Nerja, donde la Sociedad Azucarera Larios hace tiempo que tiene echado el ojo a un paraje cercano a los acantilados de Maro-Cerro Gordo para construir un hotel con su correspondiente campo de golf.
Se ha enarbolado el derecho a la construcción como algo sagrado"
Para Rubio, “se ha enarbolado el derecho de la construcción como algo sagrado (la fórmula del mercado, la hipótesis de creación de puestos de trabajo), lo que sirve para beneficiar a unos pocos, inducir al enriquecimiento ilícito, destruir la continuidad y armonía del territorio y desprestigiar el ideal de tutela pública”. Resumiendo, y en palabras del que fue ministro de Economía de Felipe González entre 1985 y 1993, Carlos Solchaga: “Cuando la construcción va bien, todo va bien”. Para terminar de arreglarlo, el 16 de abril de 1994 González indultó a un constructor llamado Jesús Gil de su condena de suspensión de cargo público por la estafa de vender una parcela que había sido embargada y eso permitió que se pudiera presentar a las elecciones municipales en Marbella, las ganara y el resto es historia.
Al contrario que en países como Francia o Alemania, el Estado se desentendió del territorio y cedió a alcaldes y comunidades un botín que se transformó en un sinfín de casos de corrupción que retrató como nadie el escritor Rafael Chirbes en novelas como Crematorio o En la orilla. Los casos Malaya, Marchelo, Arcos, Astapa o Ballena Blanca, por mencionar sólo unos pocos de los más del medio centenar de grandes casos de corrupción urbanística que han desfilado en los últimos años por los tribunales andaluces, están poblados siempre por los mismos elementos: constructores, concejales, dinero negro, coches de alta gama, noches locas, diversión hortera y, en algún momento, un disparatado adefesio de cemento en el lugar más insospechado del pueblo.
Dispersión
En el interior las cosas no fueron mucho mejor. Frente a la trama urbana compacta que caracteriza la ciudad europea, las ciudades andaluzas apostaron por el modelo norteamericano de la ciudad disgregada, la anticiudad. Urbanizaciones de unifamiliares adosados se comieron el territorio y el paisaje, encareciendo exponencialmente los servicios públicos de recogida de basura, iluminación o alcantarillado. Las ciudades se hicieron interminables y el coche se hizo imprescindible… imprescindible para ir al centro comercial. Los centros históricos se deshabitaron, se adueñaron de ellos las franquicias y luego nadie. Como dijo el historiador Tony Judt en su libro Postguerra, “el fundamento de la nación es la democracia y un buen alcantarillado”, así que vamos camino de cargarnos la nación.
Jerez es una de esas ciudades en las que el territorio se desbocó con una trama que un concejal de Urbanismo, posteriormente condenado por enchufismo, bautizó como “bloques tumbaítos”. La fiebre del chalé fue bautizada por algunos urbanistas como “chiclanización”. Chiclana, con 30.000 viviendas construidas sin control, tiene en su término municipal lo que se conoce como el ‘diseminado’, cuyo nombre lo dice todo. Y buena parte de ellas tienen su propia piscina, lo que supone un gasto de agua inasumible. Sin embargo, por mucha campaña de concienciación del ayuntamiento, basta con meterse en internet para poder adquirir a golpe de clic una parcela ilegal en suelo rústico. Poco más o menos lo mismo puede decirse de Córdoba, con diez mil viviendas ilegales en la Campiña, la Vega y las estribaciones de Sierra Morena, casi al lado de las ruinas del palacio califal de Medina Azahara, patrimonio mundial.
Efecto Bilbao
A Andalucía también llegó el ‘efecto Bilbao’. Bilbao era una ciudad industrial degradada por la contaminación de su ría. Fea y oscura. La audacia de un alcalde del PNV, Iñaki Azkuna, asesorado por un arquitecto -no suele haber muchos en política-, Ibon Areso, convirtió la ribera de la ría en un carnaval de atracciones del star system de la arquitectura mundial. Su emblema es el museo Guggenheim diseñado Frank Gehry, pero allí también estuvieron presentes Norman Foster, Jeff Koons o el argentino César Pelli. Pelli colocó en Bilbao una torre, la torre Iberdrola, el rascacielos más grande del País Vasco, y diseñó otros dos gemelos. Uno iría a Madrid y otro, conocido en el mundillo como el ‘pintalabios’, acabó en Sevilla, “conspirando inútilmente contra el campanario de la Catedral”, como explica Rubio, que subraya que, de ese modo, se rompía una ley no escrita por la cual no se podía construir por encima de la Giralda. Los 180,5 metros de la torre Pelli desafiaron esa regla, para indignación de muchos sevillanos.
Pero quizá esa ambición por contar con la obra de un arquitecto estrella tuvo su mayor reflejo en Jerez, cuando el entonces delegado de Urbanismo y durante muchos años alcalde de Jerez, Pedro Pacheco, consiguió convocar, con el asesoramiento del urbanista Manuel Ángel González Fustegueras, a algunos de los estudios de arquitectura más reputados del mundo para que compitieran por un proyecto que rehabilitaría una de las zonas más degradadas del centro histórico, San Mateo, donde hasta no mucho tiempo atrás se había asentado el barrio de las prostitutas, Rompechapines, y que había acabado siendo un foco de tráfico de drogas durante los años de la epidemia de la heroína. La petición era que levantaran la Ciudad del Flamenco, la obra definitiva para glosar el arte popular más universal, junto al jazz.
Allí acudieron el que posiblemente sea el arquitecto más sensible y poético del siglo XX, el portugués Álvaro Siza, el grupo vanguardista japonés Sanaa o el sevillano Vázquez Consuegra. Todos los proyectos eran magníficos y la disputa entre ellos fue emocionante, una lección de arquitectura de talla mundial. Los ganadores fueron los suizos Herzog y De Meuron, con un currículum impresionante donde se incluye la Tate Gallery de Londres. Su propuesta era sencilla, integradora, dulce… Pero Pacheco no midió bien sus fuerzas, llegó el estallido de la burbuja y el proyecto se quedó sin financiación. Hoy aquel espacio, cuyo nombre es plaza Belén, se ha rehabilitado, sí, pero no con el proyecto de Herzog y De Meuron, sino con el diseño de una gran plaza dura como tantas hay que sólo cobra protagonismo en Navidad cuando allí se coloca una bola gigante iluminada que parece más una bola de discoteca que la bola de un árbol de Navidad.
Un oasis
Pero toda historia trágica cuenta también con su héroe. Andrés Rubio ha elegido para ese papel a un farmacéutico que acabó siendo alcalde de Vejer entre 1976 y 1991. Su nombre es Antonio Morillo, tuvo su papel en la UCD de Suárez y es uno de los pocos andaluces que puedan contar que se encontraba en el Congreso como diputado durante el golpe del 23-F. La peculiaridad de Antonio Morillo, al contrario que otros alcaldes de pueblo, es que se enamoró de la fisonomía de la villa que gobernaba. No quiso romper nada, no quiso transformar. Quiso que Vejer siguiera siendo Vejer con su lema: “¡Cal hasta abajo!” No un pueblo blanco pintado de blanco, sino el pueblo de cal que había sido siempre con “las piedras de cal compradas a los arrieros, apagadas en el agua en un barreño, dada con brochas como se encalaban las fachadas en Cuaresma o el Corpus, las habitaciones de los muertos y las tumbas… Las canteras de Cádiz destacaban por la pureza resplandeciente que se lograba tras la deshidratación del carbonato cálcico atizado con leña de olivo”.
El éxito de Morillo fue que todo el pueblo se sumara a su idea. Mientras en otros pueblos se hablaba de construir, de marbellanizarse o de pintar todo de color albero, como en Triana, Vejer se plantó en su esencia de pueblo morisco agarrado a su peña. Y los alcaldes de distintos colores políticos que siguieron a Morillo no se bajaron del burro. Vejer siendo Vejer produjo beneficios por la vía del turismo. Un pueblo distinto porque no se dejó arrastrar. Hoy Vejer tiene censados a cerca de 600 extranjeros entre sus 13.000 habitantes, y uno de cada cuatro provienen del Reino Unido. Han encontrado en este pueblo la esencia de Andalucía. Andalucía la bella.
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