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Secuelas de la crisis

El autor sostiene que un tercio de la población se encuentra entre los perdedores de la recesión

Manuel Pérez Yruela

28 de febrero 2013 - 01:00

POR ahora, en esta crisis, como en otras crisis graves, sólo estamos yendo de nuevo hacia una sociedad de ganadores y perdedores o, para ser más precisos, una sociedad de ganadores propiamente dichos, de supervivientes y de perdedores, división de la que tenemos amargas experiencias. Los perdedores no lo son por voluntad propia en la gran mayoría de los casos. Lo son por la voluntad de los que gobiernan el modelo de orden social y económico vigente, que necesita sacrificar de vez en cuando a unos cuantos millones de personas en el altar de la economía para que la rueda pueda seguir girando libre de las cargas que la frenaban. En esta ocasión, los perdedores son muchos: entre los pobres, los parados de larga duración, los jóvenes, los que nunca tendrán un trabajo digno y otros grupos que incluyen ya a parte de la clase media. Un tercio de la sociedad española, en una estimación conservadora de la cifra, se encuentra entre los perdedores de esta crisis, cuya situación se agrava día a día por los recortes del gasto social y la pérdida de derechos laborales.

Los perdedores siempre han tenido poca voz, pero hoy tienen medios para hacerse oír. Cuando se les escucha, lo que transmiten es sobrecogedor: frustración, desesperanza, tristeza, ira, rabia, indignación, pérdida de la autoestima, humillación, proyectos de vida truncados, abatimiento, desmotivación, miedo, sometimiento, resignación, autocensura, sensación de abandono y soledad, angustia ante la falta de recursos, carencias básicas y un largo etcétera no difícil de imaginar.

Es verdad, la solidaridad en el seno de las familias suple de manera encomiable la no acción de los poderes públicos, paliando algo estas situaciones. Además, la animosidad de carácter de bastantes andaluces, que no todos, acostumbrados a convivir con la estrechez y falta de horizontes con la que tantos años hemos vivido, hacen más llevadera la situación. Pero esto no es suficiente.

Los supervivientes son los que no han perdido aún su forma de ganarse la vida, pero viven atemorizados porque, como a otros, también les puede llegar la ola y obligarlos a hacer casi cualquier cosa para que no les alcance. Algunos, recién llegados a la clase media ensanchada en las últimas décadas, ni han tenido tiempo de consolidar su posición. La situación les ha devuelto pronto a la realidad de la fragilidad de su estatus y a la amenaza de volver a donde solían.

Esta situación también incomoda a los ganadores, aunque no a todos ni con la misma intensidad, porque una crisis social como ésta no es buena para nadie. El consuelo que a veces se oye es inquietante: "se podrá aguantar…"; "al fin y al cabo sólo es un tercio de la sociedad, que lentamente irá disminuyendo…"; "la mayoría sigue funcionando,…"; "además, hoy somos más ricos que antes y tenemos más servicios,..."; "después de la tormenta vendrá la calma,…" No deja de ser un consuelo, pero es pobre consuelo.

En fin, que tras el sueño de unas décadas en las que creíamos que la gran mayoría de la sociedad se había acabado integrando en condiciones de igualdad/desigualdad más o menos aceptables, y en la que los ciudadanos tenían oportunidades para desarrollar un proyecto de vida digno con ciertas garantías de seguridad frente al infortunio, a la necesidad o a la excesiva dependencia en las relaciones laborales, se extiende de nuevo la creencia popular de que "siempre ha habido ricos y pobres" con todas sus consecuencias. Una sociedad que, con esta división, es injusta con los suyos, es ineficaz en el uso de sus recursos y es, además, una sociedad amenazada por las dudas sobre la legitimidad del orden en el que se asienta.

No desaparecerán con facilidad los efectos perjudiciales que a medio y largo plazo van a dejar esa mezcla explosiva de sentimientos, experiencias y percepciones. De momento, estamos viendo cómo los instintos de supervivencia individualista debilitan la participación en las acciones colectivas solidarias de protesta y exacerban la máxima de "sálvese el que pueda".

Porque los efectos de esta crisis, si algo no lo remedia, van a durar bastante. De momento, casi nadie se atreve a fijar la fecha de caducidad. Menos aún se habla y se sabe de lo que tardaremos en poder decir que ya hemos reparado los destrozos producidos, si es que se llegan a reparar del todo. Por nuestra experiencia de crisis anteriores, esta espera puede durar, como mínimo, más de una década.

Mientras tanto, no sabemos realmente cómo hemos podido llegar hasta aquí ni a dónde vamos. Poco se mueve entre quienes nos gobiernan y representan para responder a estas urgentes preguntas. No salimos de algunas invocaciones de contenido nebuloso (cambiar el modelo productivo, la economía sostenible, reforzar los sectores tradicionales) que no se concretan. Otras cuestiones que es urgente abordar (el fiasco de las cacareadas ventajas de la globalización, las debilidades del proyecto de integración europea, la insaciabilidad como causa y efecto del crecimiento económico, la falta de transparencia en la vida pública y en los mercados, la necesidad de reforma del funcionamiento de los partidos políticos y del sistema electoral, la mejora de la calidad de la educación y de la formación profesional, la reforma de la universidad y de la investigación, …) o ni se piensa en ellas o se acaban tratando de manera tan superficial que las soluciones no son eficaces ni duraderas.

El debate sobre qué hacer se mueve poco. Parece que los que tienen más voz sólo esperan a que se recupere el crecimiento económico para volver a más de lo mismo. Eso no debería suceder. Ya es hora de que el debate sobre los límites y la (in)sostenibilidad del modelo de crecimiento y orden socioeconómico que hemos tenido hasta ahora, y sobre las pautas culturales en las que se basa, pase a formar parte del núcleo central del debate sobre el porvenir de nuestra sociedad. Hay información y evidencia más que suficientes para, en beneficio de la mayoría, no seguir cerrando cerrar los ojos ante esta cuestión. Puede que así podamos prevenir el encontrarnos de nuevo a la vuelta de unos años en una situación como la actual.

Para colmo, entre los que sólo esperan a seguir con los ajustes, las desregulaciones y las privatizaciones, hasta que escampe para que la economía vuelva a crecer, y los que contemplan con más pasividad que iniciativa lo que sucede, la sociedad española se desangra sumergida en una crisis de valores, descrédito de la política, dudas sobre la eficacia del gobierno democrático, deterioro de las instituciones y pérdida generalizada de confianza. Todo esto está erosionando gravemente la cohesión y el capital social e institucional que creíamos haber construido y que tanto se necesita para salir de donde estamos.

Por más que nos disguste, esta realidad nos conduce ahora mismo al pesimismo de la razón ¿Qué camino le queda al optimismo de la voluntad, al que no podemos renunciar? Para empezar, lo mejor sería alejarse de arbitrismos y ocurrencias o meros arreglos de fachada. Se dice con frecuencia que éste es el momento para refundaciones, segundas transiciones, nuevos pactos de la Moncloa u operaciones similares. No digo que no, pero me parece que lo más importante es que los ciudadanos empecemos cuanto antes a decir cómo y a dónde queremos ir. Poco podremos exigir a la política si no estamos dispuestos a responsabilizarnos de la parte que nos corresponde en los asuntos públicos. Por ello, es necesario participar y contribuir a que el espacio de la articulación ciudadana sea cada vez mayor.

Pero esto no basta. Una democracia representativa requiere del concurso de los partidos, que son los que canalizan la representación. El dilema es que la desconfianza hacia ellos que se ha instalado entre la ciudadanía es un obstáculo muy serio. Este obstáculo tal vez se podría superar mediante un pacto entre partidos y ciudadanos con el objetivo de recuperar la confianza perdida. Para ello, los partidos deberían adoptar primero un compromiso de reformas internas y del sistema de representación y de rendición de cuentas que los hiciera más creíbles, más confiables y más cercanos a quienes aspiran a representar. Después, que salgan de sí mismos, faciliten y apoyen la articulación de la sociedad civil sin querer cooptar todo lo que en ella se mueve, permitan que ésta se exprese sin reservas, oigan con generosidad y humildad a los ciudadanos, recojan con atención sus aspiraciones y sugerencias y practiquen con quienes tengan más afinidad y conocimiento de causa la colaboración en el diagnóstico y solución de los problemas concretos. En definitiva, que se comporten como organizaciones abiertas, transparentes, responsables ante sus socios y simpatizantes, tan cabales como las que más y que apliquen las mejores prácticas en su funcionamiento. Puede que así empecemos a organizarnos para saber a dónde vamos.

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