San Telmo: La reinvención integral
La Noria
Vázquez Consuegra logra 'recuperar' lo que nunca existió. Lo hace con un lenguaje contemporáneo que devuelve a la ciudad la esencia de un edificio violentado por la historia.
LA clave para comprender el proceso de recuperación del Palacio de San Telmo, un edificio que además de una de las joyas del barroco civil sevillano es un auténtico palimpsesto de la arquitectura hispalense, pues a lo largo de su devenir refleja las idas y venidas del arte de crear espacios simbólicos, consiste en ser capaz de entender la analogía. Esa relación íntima entre dos elementos distintos y, al tiempo, parejos. La arquitectura que Vázquez Consuegra ha utilizado en la remodelación de San Telmo es, precisamente por eso, de corte arriesgado. Atrevida. Casi se diría que incluso temeraria. Sustancialmente porque asume el reto heroico de luchar contra una ficción: la de cierta Sevilla eterna que acostumbra a apoyarse en cáscaras majestuosas cuyo interior, en cierto sentido, suele estar decrépito. Así era el San Telmo que recibió el arquitecto en la década de los 90. Un edificio con abundante literatura (costumbrista; en general, mala) que aspiraba a sustentarse sobre la leyenda del esplendor de la pequeña corte de los Montpensier. Como el arte de la imagen pública radica, entre otras cosas, en esconder las miserias bajo la alfombra, el mito que se transmitió entonces a muchos sevillanos obviaba el quebranto que para el propio edificio supuso su etapa eclesiática (fue cedido a la Iglesia por la infanta María Luisa en 1897) con el fin de fijar por siempre en el imaginario colectivo la idea de una arcadia nobiliaria y feliz, hermosa incluso en su decadencia. Herencia de Lampedusa: cortinas blancas de hilo meciéndose al compás de la brisa fluvial.
cuestión de apariencia
La realidad, sin embargo, era bien distinta. El problema es que, como tantas veces ocurre en Sevilla, se ocultó para evitar las molestias. Quizás por eso cuando se repasan las edades del edificio (los planos, los grabados históricos), cuando se investiga, se cae en la cuenta de que detrás de la magnífica fachada barroca de los Figueroa (Leonardo y descendientes) lo que se escondía ya no era un palacio, sino una vieja colmena de seminaristas. Una sucesión de minifundios y celdas unipersonales. Un jardín inexistente (más bien pradera) y un edificio, en general, maltratado y cuya estructura original, complicada (quizás por eso tan sevillana y hermosa), había sido violentada con una simetría que, a quien no conozca la historia de su propia ciudad, casi le parecería pertinente. Digna de perdurar aunque, en el fondo, nada tuviera que ver con la planta original del San Telmo mítico (el de la Universidad de Mareantes) que, para desesperación de los arquitectos, con frecuencia engreídos, trazó un sencillo maestro de obra cuyo nombre casi se diría vulgar: Antonio Rodríguez. Está visto que en Sevilla los padres de las grandes hazañas están condenados a que se les olvide. Un anonimato homicida del que la ciudad ha hecho tradición.
San Telmo, aunque a muchos les suene raro, en realidad es un edificio mestizo. Fruto de sus sucesivas reformas y remodelaciones. Como cualquier obra maestra, no es hijo de un único progenitor, sino de la suma de varios padres. Esencialmente dos: el citado Figueroa, que sobre los planos del desconocido Rodríguez fijó la imagen clásica del palacio creando su portada, el patio central y la iglesia (una joya de una singular modernidad); y Balbino Marrón, el padre de la Sevilla del XIX, arquitecto municipal, que lo adaptará a su función palaciega con un sentido del equilibrio tan depurado que casi no se percibe ruptura entre la imagen del San Telmo viejo y la embajada de los Montpensier. A él se deben tres de las cuatro fachadas del inmueble y el Salón de los Espejos. Hizo también algo más trascendente: convirtió San Telmo en una pieza arquitectónica singular. Hasta entonces estaba cercado por las construcciones circundantes, siguiendo el canon del antiguo palacio sevillano: una joya rodeada de arquitectura popular, común, vulgar a veces, siempre promiscua. Marrón es pues quien termina, por así decirlo, un edificio incompleto y difícil. Como casi todo lo que de verdad merece la pena en la vida.
El San Telmo que Vázquez Consuegra devuelve a Sevilla tras cinco años de obras inaugura probablemente la tercera etapa de esplendor del edificio. Y lo hace de forma similar, aunque distinta, a como en su día hizo el célebre arquitecto municipal: transformando algo para conservar lo que aún funciona. Buscando el equilibrio entre lo heredado y lo nuevo, un tránsito inevitable si se quiere perdurar en el tiempo sin llegar a caer en la mera caricatura. Sin dogmas, pero con respeto.
Vázquez Consuegra nos devuelve un edificio distinto y, sin embargo, profundamente fiel a su génesis. Otra cuestión es que este ejercicio pueda llegar a ser entendido. La arquitectura es un arte conceptual y de síntesis. Abstracta y concreta. Para entenderla hay que saber mirar. Conocer. Saber que las demoliciones acometidas no han sustituido traza barroca alguna, porque ya no existía, sino únicamente los siniestros camarines del seminario; que la galería corrida que funcionará como zona de exposiciones, desde la que se divisa el jardín, en su día era un sórdido aseo colectivo. Y que casi todo lo que el costumbrismo elogiaba de San Telmo fue destruido previamente por Talavera cuando planteó su reconversión en escuela eclesiástica. El nuevo proyecto devuelve la escala doméstica al norte del palacio, reinventa el ala Sur, incluido el antiguo patio de San Jerónimo, donde Basterra y Sagastizábal impusieron su simetría sobre la primitiva planta barroca (compleja y enreverada), y amplía un jardín escuálido. Lo hace con sintaxis contemporánea. Con materiales y lenguaje del siglo XXI. Sin repetir lo antiguo pero, paradójicamente, inspirándose en lo preexistente para poder así acertar en el tránsito escogido para caminar. La verdadera esencia de las cosas nunca está en lo aparente. Ni en lo superfluo. Vázquez Consuegra es nuclear, subjetivo y correoso. Ha conseguido una arquitectura lírica que reinventa lo que nunca existió. Que lo convierte (casi) en un clásico.
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