El Robin Hood de la Sierra Sur
Francisco Correal
Periodista Grupo Joly
La primera foto se la hizo Fernando Gelán jugando al fútbol. Y de esa guisa salió en la portada del diario ABC no en clave futbolística, sino como edil de una pequeña población de la Sierra Sur sevillana que había iniciado una revolución en el callejero de su pueblo. La notoriedad de Juan Manuel Sánchez Gordillo y Marinaleda corren a la par; él se ha convertido en una especie de Solentiname serrano, esa utopía nicaragüense de los salmos de Ernesto Cardenal, el cura y poeta al que amonestó Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua.
No hay dinero, y menos en estos tiempos, para pagar una campaña publicitaria que le dé a Marinaleda la propaganda que le ha proporcionado su alcalde. El único superviviente en los 105 municipios de la provincia de Sevilla de las elecciones municipales de 1979. En las próximos comicios locales, los de 2015, alcanzará el guarismo de 36 años al frente de esa corporación.
Con un dominio inusitado de los impactos mediáticos, desde las huelgas de hambre al victimario de la reserva de los indios sioux, desde la reforma agraria de los pimientos de piquillo hasta la proletarización de las tierras del duque del Infantado, Sánchez Gordillo, intuitivo donde los haya, dio un paso más, muy cercano al abismo, cuando encabezó un séquito de sindicalistas que entraron en un Mercadona de Écija y llenaron sus carros con el supuesto argumento de que iban a repartir esos alimentos entre los más necesitados. Porque el alcalde de Marinaleda hace un sancocho entre la Biblia y el Capital en una geografía trillada por Richard Ford en libro Manual para viajeros por Andalucía y lectores en casa.
Su transformación en nuevo Robin Hood de la campiña andaluza no sólo fue objeto de informaciones y comentarios en todos los medios de comunicación nacionales e internacionales. Se adentró incluso en otros soportes ajenos al estrictamente periodístico: la firma H&M diseñó una camiseta con una fotografía y una frase para mayor gloria del munícipe que retiró del mercado a las 24 horas; en el libro Ciudades de la Bética, de Juan Eslava Galán, los dos protagonistas del libro, un escocés y un andaluz que recorren la Andalucía romana, se sorprenden comiendo en un restaurante de camioneros al ver por televisión la ocupación del supermercado; en el concurso de agrupaciones carnavalescas, una de las sorpresas en el Gran Teatro Falla ha sido la chirigota llamada Los Gordillos, centauros mitad líder jornalero mitad lateral izquierdo del Real Betis Balompié, aunque el alcalde de Marinaleda siempre presumió de sus ramalazos sevillistas.
Su revolución mundial tuvo alianzas comarcales: el segundo presidente de la Junta de Andalucía (el primero salido de unas urnas, si exceptuamos la etapa preautonómica de Plácido Fernández Viagas), el abogado laboralista de Capitán Vigueras Rafael Escuredo, ahora afamado y desahogado autor de novela negra de princesas rosas, es natural de Estepa. En la misma ruta está Arahal, patria chica de Miguel Manaute, el consejero de Agricultura que aprobó la ley de reforma agraria. Arahal, Estepa, Marinaleda. Tres topónimos de la carretera de Málaga, junto a la banda morisca que se situaba en La Puebla de Cazalla y la imponente Osuna, capital de comarca y de hospital, a la que la princesa Micomicona del Quijote le atribuye hasta playa, que no está muy lejos ciertamente.
Todos los que ejercimos el periodismo en esta tierra en los años ochenta, pasamos por Marinaleda: bien en aquella controvertida búsqueda del agua encontrada en el Ojo de Gilena, una ansiedad propia de la película de Sam Peckinpah La Balada de Cable Hogue, o en las huelgas de hambre con impecable puesta en escena. Una de ellas coincidió con la feria del pueblo, y el propio alcalde echaba horas de camarero en la caseta municipal, mientras Paco Gandía contaba el chiste del empacho de garbanzos en la plaza de toros de la Maestranza.
Un día llamé al móvil de Sánchez Gordillo. Cuando lo cogió, se oía mucho jaleo. Como era verano, le pregunté si estaban ocupando alguna finca. Estaba en el campo de fútbol de El Coronil, cuando el alcalde era su compañero de sindicato Diego Cañamero. Los equipos de sus dos localidades jugaban un partido amistoso para hacer su puesta a punto. El Coronil era en esos años un centro neurálgico de las movilizaciones campesinas. Junto al Castillo de las Aguzaderas se concentraban los jornaleros y el megáfono pasaba de mano en mano. Allí estaban Paco Casero, que con el tiempo se convirtió en un gurú de la agricultura ecológica, o Diamantino García, el párroco de Los Corrales al que todos los periodistas progres acudían para que los casara o bautizara a sus vástagos jugando a la teología de la liberación en tiempos en los que la Iglesia había optado por liberarse de la teología.
Cuando inauguró la impresionante piscina olímpica de su pueblo se hizo unas brazadas, relevista de sí mismo. Dice que acabó con el paro, facilitando a los matrimonios jóvenes recursos para autoconstruirse sus viviendas con criterios sociales. Aunque en la vecina Osuna no haya mar, él recuperó esa consigna del mayo francés de encontrar la playa debajo del asfalto. No tiene carné de conducir y no tiene chófer sino compañero conductor. Llevó a su pueblo a Aute y a Sabina con su cantinela de revoluciones por minuto: comunero y autogestionario, palestino y abertzale, anticapitalista y samaritano, zapatista y quince-eme, Gandhi y Quilapayún. Cree que la Andalucía imparable no ha salido todavía de los estudios de Malefakis. Nunca se rasuró la barba desde que Gelán lo inmortalizó en un saque de esquina.
Sueña con El acorazado Potenkim, pero sigue anclado en Crónicas de un pueblo.
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