Devoradores de letras
LA PASIÓN POR LOS LIBROS
El índice de lectura en Andalucía está por debajo de la media española. A pesar de ello, una minoría dedica a los libros casi todo el tiempo libre que tiene
La madre de Victoria Madrera, jubilada de 64 años, fue modista del ministro de Franco José Utrera Molina y visitadora de un mercadillo callejero de Sevilla, El Jueves. El tiempo de posguerra no invitaba a dispendios y Manuela, que así se llamaba ella, rebuscaba entre los libros usados que se vendían en los puestos para leerlos ella misma o cedérselos a sus hijos. “Antes de tocarlos decía que nos laváramos a conciencia las manos. En aquella época estaba muy presente la tuberculosis y mi madre siempre me decía: los enfermos son los que más leen. Y afirmaba que los vendedores eran familiares que querían dinero para medicinas. Éramos pobres y ésa era la única forma de leer. Había que aprovecharlo”, cuenta Victoria.
A sus veintipocos años, el malagueño Joaquín García Weil, propietario de un centro de yoga, ya trabajaba como profesor de Filosofía en un instituto de Ubrique (Sevilla). De vez en cuando, cuando aún la presencia del automóvil no era masiva, paseaba por carreteras secundarias de la zona con un libro de poesía. Su ejercicio era muy simple: leía los versos y caminaba al ritmo musical que estos marcaban. Si era acelerado, más rápido. Si era cadencioso, lento como las palabras.
Ignacio García Domínguez vivió con 19 años un infierno. Era adicto a la cocaína y lo acababan de condenar a once años de cárcel por robo. Pasaba las horas en enfermería, con un intenso programa de medicación, y un día un familiar le regaló ElAlquimista, de Paulo Coelho. “Me sirvió como terapia para salir de donde estaba. Se puede decir que fue mi primer libro; a partir de ahí, me aficioné a la lectura”. En la cárcel de Huelva, donde está ahora interno, el Club de Lectura Juan Cobos Wilkins es uno de los grupos más activos. Hay más demanda que oferta, entre otras razones porque el programa de Canal 2 El público lee los reclama a veces para las tertulias con los escritores de actualidad: leen a cambio de un minuto de gloria.
Victoria, Joaquín e Ignacio pertenecen a tres mundos distintos, pero tienen una cosa en común: son devoradores de letras. Su pasión se escenifica públicamente durante la primavera con la celebración de las ferias del libro en muchas ciudades de Andalucía, una región con un índice lector por debajo de la media española. Según la última gran encuesta sobre hábitos de lectura, fechada en 2004, un 45,4 por ciento de los andaluces mayores de 14 años lee al menos una vez al mes, 4,3 puntos menos que en España. De cada cien lectores, 32 lee al menos cinco libros al año, 18 entre dos y cuatro y unos cincuenta no abre un ejemplar.
De entre los lectores, una pequeña minoría hace de la lectura no sólo su afición, sino su forma de vida. José Ángel Vázquez, juez de lo contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia en Sevilla, lleva al día una lista de todos los libros que lee. Son entre 120 y 150 al año. Tres horas en cada jornada. “Si llego a casa a las siete y hasta las diez estoy leyendo fíjate si hay tiempo. No veo la tele, sólo fútbol”.
Guillermo Ruiz, filólogo de 29 años, es un lector de autobús, lugar donde invierte más de una hora al día en sus libros. Durante dos años, la editorial Lengua de Trapo le pagó por hacer lo que más le gusta. “Fui lector. Me gustaba mucho el trabajo, por la curiosidad de ver los textos antes que cualquier otra persona. Me lo pasaba muy bien”. Lee cuatro libros a la semana y es un confesado fetichista. Busca el contacto con sus autores preferidos por internet, bucea en la red para encontrar manuscritos, primeras ediciones u otras joyas, y suele viajar a Portugal para comprar ejemplares en el idioma de Pessoa, su preferido para la lectura.
A veces, muchas, los libros tienen su propia historia. García Weil, un apasionado de la filosofía oriental, sabe que hay diez kilos de dos lotes provenientes de la India en paradero desconocido. Los encargó hace algunos años y un problema con la dirección propició su devolución. A Weil le gusta imaginar un viaje eterno de ida y vuelta de ese paquete. Otras veces, lo que cuentan los libros cambia una vida: a Rafael Martín Masot, granadino de 18 años, le ocurrió con Rayuela, de Julio Cortázar. Masot estudia Medicina, quiere ser traumatólogo y no desdeña la posibilidad de ser psiquiatra. A pesar de haber publicado ya dos libros, confiesa que se sonroja cuando lo llaman escritor. “Tengo la intención de escribir lo que me venga en gana, sin pensar en ningún momento si le interesara o no publicarlo a una editorial”. Aparte de Rayuela, menciona El Quijote como libro de referencia. Lee cuando dispone de tiempo, que no es mucho ahora que ha empezado la carrera. “Leer y escribir son las dos caras de la misma moneda, pero suele resultar más enriquecedor leer, al igual que es más importante saber escuchar que hablar”.
No es seguro que opine lo mismo Victoria Madrera, grafómana de vocación, con una tendencia irreprimible a poner por escrito todos sus pensamientos y vivencias. 1965 es su fecha. Compró una antología de poemas de García Lorca por quinientas pesetas y se la quedó como libro de cabecera. “Cada vez que me gusta un libro, siempre me digo, como en Casablanca: siempre me quedará releerlo”. Eso ha hecho a lo largo de los años con Cien años de soledad, de García Márquez, que, dice, se sabe “de memoria”. Le fascina el personaje de Mauricio Babilonia, ése que estaba rodeado siempre de mariposas amarillas, heredadas por su novia, Meme, cuando ésta quedó embarazada.
Victoria publicó el año pasado, en la editorial Los libros de Umsaloua, un relato titulado Mónica bajo cero, dentro de un libro colectivo hecho por mujeres y titulado Mujeres en el espejo. En su escrito, relata la dura historia de una chica que en plena dictadura trabajaba “de estrella a estrella” en una fábrica de chocolate de Sevilla. La describe con tal precisión que cuando leyeron el manuscrito, le preguntaron: “¿En qué te basas?” Y ella respondió: “Mónica soy yo”. No tuvo una vida fácil. Cuando falleció su marido, aprobó la oposición para ser portera, con vivienda, de un colegio. “Llegué a trabajar en un centro sin rejas y rodeado de cuarenta o cincuenta chabolas”. Nunca dejó de leer desde la revelación de García Lorca: de Blasco Ibáñez a Rosa Montero, con paradas, incluso, en Harry Potter. “Leí el de la piedra filosofal y me gustó, pero no pude con las reliquias de la muerte, me resultó infumable”, opina esta antigua portera.
La adolescente Clara García siente una profunda admiración por Edgar Allan Poe. Llegó a él después de leer la saga de El Señor de los Anillos y a Stephen King. “Lo leí hace varios años y no le di mucha importancia, pero ahora he vuelto a él. Intento escribir como él lo hace. Es mi referencia”. Tener quince años y cursar cuarto de ESO no debe ser un impedimento para publicar un libro. Ella tiene uno, El alma de los Cristales, en los cajones de la editorial Destino, a la espera de aprobación. Como Allan Poe, siente querencia por lo fantástico, aunque sin dejar de lado lo humano. Le gusta leer o escribir cuando el cielo se nubla y, más aún, cuando caen gotas sobre la ventana de su dormitorio. Victoria Madrera, la jubilada escritora, necesita ponerse frente a su escritorio y que el silencio sea absoluto. No aguanta siquiera el hilo musical. Joaquín García Weil, filósofo, amante de lo oriental y profesor de yoga, sueña con leer algún día Jataka, la leyenda de las vidas anteriores de Buda, reunidas usualmente en varios tomos y miles de páginas. El preso Ignacio García Domínguez agradece a los libros el simple hecho de poder hablar con el periodista con soltura. Le queda un año para lograr el tercer grado y tiene claro que su destino está en el mundo de la construcción, donde tiene algún que otro contacto familiar.
José Ángel Vázquez, juez y seguidor de Kafka, sólo tiene una época en su vida en la que no ha leído nada por placer: sus dos años de preparación de la oposición. Nada más aprobarla, se tumbó en la cama y casi que no se levantó hasta que se terminó Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Guillermo Ruiz es aficionado a los escritores raros, como el malagueño Fernando Merlo, poeta de los años setenta muerto de sobredosis. El estudiante de Medicina Rafael Martín Masot tiene claro qué libro salvaría de un incendio: “El que mejor detallara la manera en la que reclamar a la compañía de seguros para que me indemnizara por los daños causados”. Y Clara García, aún en cuarto de ESO, lee en la ducha. “Al principio se me mojaban los libros pero ya he conseguido depurar la técnica para que no sea así”. ¿Qué por qué lo hace? Se aburre, y lee.
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