Andalucía industrial
Historia
La región fue pionera en muchos aspectos del desarrollo español. El empuje inicial se frustró por la falta de materias primas y por defectos estructurales
El reverendo inglés Thomas Debary, viajero, llegó al puerto de Málaga en el invierno de 1849. Conforme entraba, constataba una abundancia de chimeneas y humo sorprendente. Por un momento pensó que el lugar que iba a pisar era Liverpool, y no Málaga. A mediados del XIX, en la playa de San Andrés se erigían dos de los imperios industriales más grandes de España en la época: la siderurgia La Constancia e Industria Malagueña, la fábrica textil más importante del país tras La España Industrial de Barcelona . En el centro, se levantaba otra textil, La Aurora, tercer punto de ese triángulo mágico que convirtió a esta urbe en la más pujante de Andalucía.
La región nunca fue ajena a los nuevos tiempos. Hay distintas versiones sobre la introducción de la máquina de vapor, pero se sabe que ya fue usada a finales del siglo XVIII por la Compañía del Guadalquivir para extraer agua del río y que se usó en fábricas de Cádiz y Sevilla. En los años veinte del XIX el financiero jerezano Marcelino Calero impulsó, para favorecer las exportaciones vinícolas fuera de España, un ferrocarril que uniera Jerez con el Puerto de Santa María, Rota y Sanlúcar de Barrameda. En 1829, la Reina María Cristina concedió la licencia. La línea tenía un nombre: camino de Cristina. Nunca llegó a ponerse en marcha, y las razones, no muy claras, parecen estar relacionadas con la falta de financiación o las escasas perspectivas de rentabilidad económica.
La concesión estaba a nombre de un comerciante liberal gaditano llamado José Díez Imbrechts, con ascendencia inglesa. Como él, fueron muchos los que contribuyeron a hacer de Andalucía, en ese momento, una tierra de emprendedores. Pablo Larios y ManuelMaría Heredia, los creadores de la industria siderúrgica y textil en Málaga, forman parte de la colonia de la comarca de Cameros (La Rioja) que se instaló en el sur al calor de nuevas posibilidades de negocio. Tenían en las venas el espíritu comercial: durante la Guerra de la Independencia fueron contrabandistas y Heredia, en concreto, se dedicó después a la compraventa de jabón y plomo almeriense. Málaga era ideal para asentarse, ya que, por la apertura del comercio con América, era muy dinámica.
Durante muchos años, los altos hornos de La Constancia, en Málaga, y los instalados en El Pedroso (Sevilla) monopolizaron prácticamente la producción española de hierro. Ambos nacen a mediados de los años cuarenta, y son pioneros en España por una situación coyuntural: las guerras carlistas impedían el desarrollo industrial de las ferrerías vascas y asturianas, con un acceso más cercano a minas de carbón mineral, escasas en Andalucía. A diferencia de lo que sucede en Málaga, apenas si se conocen los nombres de los comerciantes, muchos sevillanos, que impulsaron la Compañía Minas de Hierro de El Pedroso y Agregados.
Del que si se sabe, y mucho, es de Antonio Elorza, militar vasco y considerado uno de los impulsores de la industrialización española. Fue el director técnico en El Pedroso en su fase más dulce (1845-64) y antes lo había sido de la mina de extracción de hierro de Marbella, propiedad de Heredia. Lo que impulsó fue de tal calibre que llegó a enviar una carta al guipuzcoano conde de Villafuentes en la que le advertía de que Andalucía le estaba ganando claramente la partida a las ferrerías vascas. En El Pedroso, donde cercana a los altos hornos funcionaba una mina de hierro, trabajaban quinientas personas. Está documentado que rebeldes independentistas de las colonias americanas cumplieron condena soportando el duro trabajo de esta fundición del hierro.
Andalucía, o al menos algunos de sus emprendedores, estaba conectada con el mundo. Y de eso era buen ejemplo Cádiz, donde florecían la exportación, la banca y el comercio. El sanluqueño Manuel María González hizo sus pinitos en la empresa Lasanta y Compañía, que le daba libertad para pequeños negocios, como, por ejemplo, una pequeña bodega en la calle Doña Blanca de Jerez. En 1835 llevó en barcazas al río Guadalete diez botas de vino, hasta el Puerto de Santa María. Desde ahí éstas embarcaron rumbo a Londres. Un amigo suyo de la infancia residente en la ciudad, Juan Bautista Dubosc, se encargó de la venta. Era más fácil, entonces, negociar con ingleses que con Madrid. “Había que llevar las botas en carros, por carreteras intransitables, y encima había que subir Despeñaperros”, afirma el archivero de la empresa, Manuel Fernández. Cuando el motor a vapor llegó a los barcos, Londres se hizo aún más cercano.
Esta historia marca el origen de la bodeguera González Byass, que en años posteriores introdujo, antes de que llegara la luz eléctrica, grupos electrógenos en las instalaciones y desarrolló los alambiques a partir de 1870. González intervino con capital propio en la construcción de la línea ferroviaria Jerez-Puerto de Santa María, la primera de Andalucía y tercera de España. También participó decisivamente en la construcción de un tren de mercancías que recogía el vino de bodega en bodega y que se mantuvo activo hasta 1969.
Si Cádiz, y concretamente el entorno de Jerez, enlazó con Londres, Granada lo hizo con Cuba. Mientras González exportaba sus vinos y trabajaba para hacer más ágil su transporte por tierra, un gallego, Ramón de la Sagra, estudiaba en Cuba los procedimientos industriales para la obtención del azúcar a partir de la caña. En Granada hay datos de que se cultivaba ya en época fenicia, por lo que no es raro que De la Sagra la eligiera como lugar de experimentación. En 1848 se instala en Almuñécar la Compañía Azucarera Peninsular, la primera de España en usar la máquina de vapor. En Motril nace la azucarera de El Pilar, con Emilia Borges, marquesa de Esquilache, a la cabeza, y en Torre del Mar (Málaga) es la familia Larios, con una fábrica propia, la que no va a desaprovechar la oportunidad de hacer negocio. La multiplicación de la producción, por el efecto de los nuevos métodos, es asombrosa: de las 50 toneladas por día antes a las 500 de la nueva época. Había fábricas con hasta trescientos obreros distribuidos en tres turnos. Y, más tarde, hacia 1880, llegaría a la provincia el azúcar a partir la remolacha, sólo posible por medios modernos. Los beneficiados serán, en este caso, los pueblos de La Vega. Hoy, el azúcar ha desaparecido de Granada. La urbanización y la demanda de productos tropicales en el litoral son algunas de las causas.
Otro personaje: José Manuel Collado. Éste fue un hacendado madrileño, influyente en círculos políticos y empresariales, que vio claras posibilidades de crecimiento económico en otro sector del campo andaluz, el del olivo. A mediados de siglo compró unos inmensos terrenos al Ducado de Alba en el entorno de Baeza (Jaén) e hizo un pequeño imperio de la obtención del aceite. Con cien mil olivos a su disposición, desarrolló una inmensa red de canalizaciones y un pequeño acueducto que llevaba agua de una laguna que allí había, en la que confluían algunos arroyos, a la fábrica. Ya había molinos de riego, que superaban en producción, con mucho, a los tradicionales, y la bodega, monumental, es hoy sede del complejo hotelero Hacienda La Laguna, dependiente de la Consejería de Empleo y del ayuntamiento.
El arquitecto de esta infraestructura, única en Andalucía, fue el polaco Tomasz Franciszek Bartmanski. No era cualquiera. Fue el ideólogo de la línea Madrid-Aranjuez, la segunda de España tras la de Barcelona-Mataró. La presencia de técnicos europeos, sobre todo ingleses, en fábricas e infraestructuras, fue muy habitual. Y la de empresarios. La experiencia más conocida es la de Minas de Riotinto, en Huelva, con la llegada de potentados y colonos británicos a finales del siglo XIX. Pero hay otras. En los alrededores de Peñarroya, en la comarca del Valle de los Pedroches (Córdoba), se instaló Losanto, empresa francesa asociada a un nombre: Rothschild. Era una familia de financieros, judíos y franceses. El de Peñarroya era el carbón más puro de Andalucía, el más exportable, pero tenía un problema: la comunicación. Estaba aislado del mundo. Heredia, sabedor del valor de esa materia prima, impulsó durante toda su vida un tren que enlazara esa zona de Córdoba con Málaga, pero su idea se quedó en el camino. Hasta la década de los sesenta no apareció ese tren, cuando ya era tarde para la siderurgia. Fue entonces cuando se explotaron las posibilidades de La Terrible, la gran e inagotable mina de carbón de la zona.
A partir de 1881, fecha en la que los franceses se quedan con el capital, el desarrollo fue tal que Peñarroya llegó a tener 32.000 habitantes, muy lejos de los 12.000 censados de la actualidad. La empresa llegó a producir ácido sulfúrico con el humo del carbón e instaló una central térmica con capacidad para abastecer a toda la provincia. En 2006 se cerró la última mina a cielo abierto y hoy, como reflejo de esta decadencia, sólo quedan cien personas trabajando en esa zona.
Andalucía estuvo poblada de minas en plena actividad, desde la sierra de Almagrera, en Almería, hasta Río Tinto, pasando por Linares o Villanueva del Río y Minas. Sin embargo, si los recursos del subsuelo, limitados, eran muchos los energéticos, léase, el carbón, fueron aislados (Peñarroya) o de no muy alta calidad (El Pedroso). Fue ésta una de las causas de que ese fervor industrial inicial no terminara de desarrollarse. “La industria del XIX se desarrolló aquí en enclaves desconectados entre sí. No se produjeron sinergias, o efectos de arrastre, que dieran solidez a la economía, y tampoco hubo un recambio generacional del empresariado”, afirma Andrés Sánchez Picón, profesor de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Almería. Antonio Parejo, catedrático de Historia Económica de la Universidad de Málaga, incide en esta tesis: “Su escasa dotación de recursos energéticos, la naturaleza de su sustrato artesanal y unas inadecuadas infraestructuras agrarias y sociales impidieron a Andalucía materializar un modelo de crecimiento similar al de Cataluña o el País Vasco”.
Thomas Debary llego a confundir Málaga con Liverpool y lo anotó en su libreta. Lo que quizás no escribió fue que lo que estaba viendo podía ser un espejismo.
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