VOLVEMOS a los influjos de la genética tras comprobar cómo el Betis se manejó en la húmeda tarde de domingo madrileño. Cómo presentó su peor cara para arrancar y una muy buena para acariciar el empate. Y la verdad es que si nos abstraemos de eso del ADN y demás, la verdad es que resulta incomprensible que el trayecto que separó las dos versiones fuese tan corto. Un visto y no visto el que pasó del Betis de Bellerín al de Carvalho.

No es fácil que en Primera División se den imágenes como las del primer cuarto de hora de Bellerín. Jugador de prestigio por currículo, resulta inaudito que tomase tantas decisiones erróneas en tan poco espacio de tiempo, pues cada vez que tomaba la pelota se le paraba el corazón a cuantos profesan la fe verdiblanca. Ni siquiera el Atleti encontró vestido de rojiblanco a un futbolista tan cooperante y lo cierto es que extrañó sobremanera que no fuese relevado antes.

De todas formas, la maldición que el Betis padece en dicho lugar hace que cada día se recuerde con más nostalgia el Calderón, lugar donde el Real Betis consiguió dos Copas del Rey. Pero el Metropolitano se le resiste como se le resiste a Pellegrini ganarle a Simeone alguna vez. Y para que no todas las cuestiones fuesen negativas, en el lado bueno está que Rui Silva parase un penalti cuatro años después de que Joel Robles abortase uno en el estadio eibarrés de Ipurúa.

Pero el meollo de este pensamiento en negro sobre blanco se encuentra en ese alfa y ese omega que tanto se da en la vida del Betis. Los incendios que originó Bellerín en el arranque se quedan en lo anecdótico, que ya es quedarse. Después de todo, si Oblak no hubiese reverdecido laureles con sus paradones, el Betis habría dado por positiva una jornada en la que se dieron muy buenos datos para sus intereses. Puñetero ADN que tanto se deja ver cuando menos se le espera. Fútbol, ¿o no?