La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
Vivimos en una época de "pensamiento blando", de "ética de mínimos", de "soluciones negociadas", de "diálogo" con sordomudos y demás consignas emasculantes del llamado "Estado de Derecho" frente a una "ciudadanía" a la que todo le está permitido, empezando por el ejercicio de la violencia, otrora privilegio del Estado. Tanto es así que no es ninguna sorpresa que ante el previsible desarrollo completo del estatuto de una de las autonomías, el llamado Poder Ejecutivo responda a unos flagrantes delitos de sedición y rebelión con los paños calientes de unas elecciones a corto plazo con el propósito declarado de que todo vuelva al estado de cosas de antes, a esa "normalidad constitucional" que inexorablemente no tenía más remedio que desembocar en el estado de cosas presente.
Ese estado de cosas es el resultado de una labor que arranca desde que los protagonistas de la Transición decidieron por unanimidad que el nuevo régimen tenía que hacer todo lo contrario que hizo el régimen del que nació "sin traumas", hasta el punto si era preciso de invertir un hecho histórico tan contundente como la guerra civil, para complacer a los correligionarios de los que la provocaron y la perdieron. El resultado sería la supeditación de una realidad histórica y geográfica como la patria a esas abstracciones polisémicas con las que se enjuagan la boca los profesionales de la política. Hay textos legales, y no pocos ni de orden secundario, lo suficientemente anfibológicos como para que cada cual los interprete a su antojo. Si no fuera así, la abogacía no tendría razón de ser. Los legisladores, en su prudencia o en sus cambalaches, dejan siempre cabos sueltos para que los leguleyos hagan con ellos si es preciso encajes de bolillos. En italiano hay la palabra cavillo, en cuya aplicación era Bártolo, el picapleitos del Barbiere di Siviglia, un verdadero artista. Gracias a esos cabillos pueden celebrarse juicios contradictorios. Lo malo es cuando lo que se pone en tela de juicio es esa realidad histórica y geográfica de que hablábamos antes, y eso es justamente lo que se hizo cuando uno de los padres reformistas de la Constitución habló alegremente de que España era una "nación de naciones" y luego transigió con que los partidarios de la ruptura metieran de matute o con calzador la funesta palabra "nacionalidades" junto a la de "regiones" en que aspiraban a desunir y dividir la "patria una e indivisible de todos los españoles".
El motivo que yo tuve en su día para pedir el no a la Constitución vigente fue el detectar desde un primer momento que los únicos argumentos coherentes esgrimidos durante la campaña electoral eran los de los partidarios de la ruptura, mientras que los que predicaban la reforma y la concordia lo que querían era colarnos esa misma ruptura. Tanto era así que el autor del engaño habría de ser desalojado mediante un golpe de Estado desde arriba cuyos principales beneficiarios iban a ser y fueron más a la corta que a la larga los que querían la ruptura. El resultado fue que de la "Transición sin traumas" se pasaría a una damnatio memoriae que no se limitaría ciertamente a la proscripción de los símbolos de la nación, sino que degeneraría en un traumático "Estado de golpe" en el que la nación española se desintegrara en un rompecabezas balcánico.
No es esta la primera vez que digo que de los males de la patria hay que culpar menos a quienes los perpetran que a quienes los consienten. El comportamiento de la clase política desde que tenemos democracia da la impresión de que su única razón de ser es la de mantener a la nación de modo permanente en vilo dando igualdad de oportunidades al mal y al bien, en virtud de la "neutralidad ética del Estado de Derecho". Nadie entiende cómo es que a unos actos de insurrección, de rebelión, de abuso de poder, de desacato a la Justicia, de declaración de guerra, de algaradas callejeras y contumacia en el delito se responda con la convocatoria de elecciones con la participación de los mismos culpables de esos delitos con el fin de que todo vuelva "a la normalidad", es decir que todo vuelva al statu quo ante, o sea, que lo que los delincuentes perseguían con opacas cajas chinas llenas de papeletas lo obtengan limpiamente depositando papeletas en urnas transparentes ante la mirada benévola de los mozos de escuadra. Si a esos efectos ahora se hace con la juez Lamela lo que en Andalucía se hizo con la juez Alaya, va a haber que darle la razón a los que dicen que en nuestro país no existe la división de poderes. Y esto no es lo peor que la clase política nos depara, que es la reforma de la Constitución para que "encajen" en España los que la odian a muerte.
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