Esteban Fernández- Hinojosa

La prosa del mundo

La tribuna

Aunque el Estado de bienestar ignoró a la familia como fuente radical de bienestar, los sistemas sanitarios comienzan una apuesta de colaboración con el entorno familiar

La prosa del mundo
La prosa del mundo

10 de mayo 2017 - 02:32

Cualquier modo realista de pensar al ser humano pasa por considerar su constitución corporal. En el dualismo cartesiano el cuerpo quedó cautivo de la res extensa, de materia desprovista de fines y cualidades intrínsecas, reducido a un objeto más de la naturaleza mecanizada. Y andando el tiempo en simple material biológico al socaire de los caprichos del mercadeo rampante.

Pero la comprensión humana implica, asimismo, atender nuestra condición de seres necesitados. La constitución corporal nos torna indigentes. En el ocaso de nuestra cultura, permeada aún por la lógica de lo útil y de la analgesia, el viejo pragmatismo triunfante hizo depender nuestra dignidad de las capacidades racionales y de la calidad de vida, confusión que ha representado una sutil pero descomunal negligencia. Todo hombre y mujer pasa por situaciones de profunda dependencia, mayormente en los primeros y en los últimos años de la vida. Olvidado de esta causa, el paradigma racionalista ha arrojado un saldo irracional en la deshumanización de nuestros vínculos (y de la sociedad).

Rehabilitar actitudes como la capacidad de servir y atender al otro ilumina la compresión de las complejas y dramáticas circunstancias en las que se desenvuelve toda experiencia vital. Meditar seriamente sobre el sentido de la vida, del dolor o de la muerte, abre perspectivas novedosas en la dimensión de nuestras relaciones interpersonales. Estamos unidos por el dolor y no hay modo de soportar las durezas de este mundo si no es creciendo y caminando juntos. La amistad no es sólo una fuente de consuelo, puede ser también su resultado. Pero en la cultura analgésica, cuanto más incapaces hemos sido de soportar el padecimiento propio, más insoportable se ha vuelto el sufrimiento ajeno.

Desde Descartes se ha perseguido una perniciosa ficción: que cada cual llegara a bastarse a sí mismo, que desde sus propios límites consiguiera ser principio y fuente de conocimiento, de realidad y de moralidad. La modernidad erró su tiro cuando perdió de vista que los demás no son completamente otros, distintos y rivales de la propia subjetividad, sino que de alguna manera nos estructuran. Necesitamos de los otros para construirnos. También para apearnos de este mundo. Los otros no son óbice sino fuente de autorrealización. Siendo diferentes, cuando nos vinculamos a ellos posibilitan que se amplíen nuestros horizontes. Sin ellos no hay posibilidad de plenitud. Además de animales racionales y dependientes -en palabras de MacIntyre-, somos seres vinculados a otros, y ello fundamenta la amistad, la benevolencia y la empatía con su humanidad. Es del mundo de la vida, del ámbito de las relaciones, del fluir cotidiano, con sus amistades y ayudas, de donde mana todo significado y brota la posibilidad de gozar la vida con consciencia y dignidad a pesar de la dureza de su prosa. Reivindico la energía que emerge de las relaciones basadas en el servicio, la confianza y la compasión. Cuando muchos creyeron que se trataba de una abstracción engañosa, un rumor de aguas subterráneas vino a sugerir que, más allá del poder o del dinero, hay un medio de intercambio más fecundo para ese mundo vital: la marginada generosidad, que de hecho rige la reciprocidad de las relaciones auténticas. Hay verbos que expresan los valores emergentes de esta nueva sensibilidad. Y el verbo cuidar posee suficiente riqueza antropológica para atender, respetar y ayudar sin molestar, sin irrupción agreste en la realidad del otro.

Aunque el Estado de bienestar ignoró a la familia como fuente radical de bienestar humano, los sistemas sanitarios comienzan -no sin cierta ironía sofoclea- una apuesta de colaboración con el entorno familiar como espacio idóneo para los cuidados del final de la vida. Como botón sirva la muestra del semanario británico The Economist sobre este capítulo en su última edición digital de marzo que, no exenta de polémica, constituye un excelente texto de partida para el debate.

La tecnología sanitaria se ofrece a superar el hospitalocentrismo en patologías crónicas. Algunos servicios médicos se tornarán remotos -a través de videoconferencia o chat- o asíncronos -mediante intercambios de mensajes por correo electrónico o por redes sociales-. La digitalización es un imperativo en sanidad que, sin embargo, puede contemplarse como una oportunidad. Las nuevas tecnologías de monitorización remota enriquecerán el arsenal médico, facilitarán las interacciones con el enfermo o las personas a su cuidado, quienes dispondrán de mayor diversidad de servicios. Pero más allá de ofertas tecnológicas, lo que para entonces tal vez colme de sentido un corazón que pierde su latido sea la compañía y el cuidado de aquellos que otrora entretejieron la urdimbre de su vida.

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