La tribuna
Trump y el mundo a sus pies
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Afirmaba, en la primavera de 1935, el maestro de periodistas sevillano Manuel Chaves Nogales que "los dos enemigos natos de la Semana Santa sevillana son el cardenal y el gobernador, el representante de la Iglesia y del Estado". Y añadía que "sin las hermandades no habría Semana Santa, por más que se empeñase en ello la Iglesia o los gobiernos". "La Semana Santa -continuaba- no es obra ni de los curas ni de los gobernantes, sino de los cofrades, de una organización netamente popular y de origen gremial que ha estado siempre en pugna con los poderes establecidos".
Esta visión, contraria a la retórica oficial de su tiempo y muy alejada del relato dominante durante la dictadura franquista y la actual Segunda Restauración Borbónica, seguro que escandalizaría a no pocos de sus coetáneos y -seguro- a casi todos hoy, si la aplicáramos a nuestro presente. El secuestro interpretativo de la Semana Santa sevillana, y en general andaluza (que analicé por primera vez en un pequeño librito de 1982, seis veces reeditado), que es consecuencia de la aceptación del monopolio del poder eclesiástico sobre los rituales y el imaginario de toda fiesta en la que sean centrales iconos y otros elementos expresivos religiosos, ha llevado a que casi todos -tanto los inmersos en el nacional-catolicismo o en el posterior municipal-cofradierismo como los contrarios a estos- hayan interiorizado que la autoridad y el control sobre la Semana Santa sea algo propio de la jerarquía eclesiástica, con la colaboración subalterna de las instituciones políticas.
Chaves Nogales afirmaba algo muy distinto: que tanto el cardenal (hoy diríamos el obispo en cada Diócesis) como el gobernador (hoy, el alcalde o su delegado de fiestas mayores, y concretamente en Sevilla el omnipresente y omnipotente Cecop) son los enemigos principales de la Semana Santa y de las cofradías. Del carácter popular de esta y de su carácter multidimensional.
Cualquiera que se haya acercado a la historia de las cofradías conoce la gran cantidad de conflictos con las autoridades, sobre todo eclesiásticas pero también civiles. Las primeras pretendieron siempre controlarlas a golpe de Sínodos, Decretos y Normas Diocesanas, y las segundas mediante apoyos, económicos o de otro tipo, o prohibiciones, según los momentos. Siempre las cofradías, o al menos las que no estaban formadas por personas de alcurnia, fueron díscolas y opuestas al clericalismo, más allá del protocolo, la cortesía o el acatamiento debido a nivel público a los pastores. Por eso, siempre, las cofradías han estado miradas con desconfianza por parte de la jerarquía y de muchos clérigos. ¿A qué responde, sino a la aspiración de independencia, el empeño por tener capillas propias?
Este carácter peculiar de las hermandades, el que muchas veces fueran refugio de heterodoxos y referentes -ellas y sus imágenes- de identidades sociales y/o territoriales específicas, junto con las características de la cultura andaluza en el ámbito de la religiosidad popular, hicieron que la Semana Santa, en Sevilla y muchas ciudades y pueblos andaluces, se convirtiera en lo que los antropólogos y sociólogos denominamos un "hecho social total", en este caso una celebración pluridimensional que desborda el ámbito de lo religioso sin negar este, y que atañe, de una manera u otra, al conjunto de la sociedad. Pero desde hace unos años, y tras un tiempo de "olvido" o incluso de hostilidad hacia las cofradías, el empeño de convertir a estas en sólo "instrumentos pastorales" y la sumisión de sus dirigentes no sólo a los dictados sino a las simples deseos o insinuaciones del obispo o párroco del lugar, está haciendo perder a las cofradías algunas de las dimensiones que siempre habían tenido y por las que han sido -y parcialmente son todavía- instituciones populares.
Si a este control eclesiástico, acentuado tras su definición jurídica como asociaciones públicas, y no privadas, de la Iglesia, unimos el creciente intervencionismo de los ayuntamientos y otros poderes en la organización de la Semana Santa, ahora en nombre, sobre todo, de la seguridad, tenemos como resultado que las cofradías -a pesar de su crecimiento numérico y de la espectacularización de sus procesiones- han visto reducida su capacidad de decisión y que la Semana Santa se oficializa cada año más. Como consecuencia, peligra su continuidad como "hecho social total" y corre el riesgo de convertirse en una fiesta unidimensional, integrista y mercantilizada, asumida sólo por una parte de la ciudadanía. ¿Es esto bueno? ¿Para quiénes? ¿Para qué intereses?
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