Alberto González Pascual

Un Nobel equivocado

La tribuna

Para Vargas Llosa, los pensamientos de Marx y Sartre quedan restringidos a un juego de preadolescentes, una mezcla de inconsciencia y malicia

Un Nobel equivocado
Un Nobel equivocado / Rosell

19 de marzo 2018 - 02:30

Existimos en una época bastante más decisiva para el porvenir de la historia de lo que la pesada carga de tareas y obligaciones de nuestra saturada vida diaria nos permite asimilar. Tal es así que el mundo y sus leyes de funcionamiento quedan banalizadas y cada día que pasa se nos enseña a interpretarlas de la manera más simple e inequívoca que sea posible, pues hacerlo de otro modo sería una pérdida de tiempo: "Para qué comerse el tarro, sólo me preocupo de tener trabajo y de mi salud, que está por encima de todo. Ahora sólo deseo que Zidane gane la decimotercera y seguir disfrutando de la vida las veinticuatro horas".

Esta coyuntura cultural, el espíritu de nuestro tiempo, es la misma que anima a que el Nobel Vargas Llosa, en su último ensayo La llamada de la tribu, consagre sin tapujos ni remordimientos que el pensamiento liberal es el creador correcto y vidente de la democracia. Hipostasiando su credo, reducido a un manual, como si fuera una persona histórica, corpórea, con la que la humanidad tiene adquirida una deuda por los derechos que sus acciones han ido fabricando y protegiendo para nuestra inmensa suerte. El Bien equivale en exclusiva al liberalismo y el Mal se personifica en el fascismo y el comunismo. Dicho de otro modo, el pensamiento del escritor peruano fluye de la sempiterna sabiduría pequeñoburguesa, según la cual el fascismo y el comunismo son lo mismo, asunción que lo lleva a aplicar una división mítica de la vida, entre héroes y villanos; los pensamientos de Marx y Sartre quedan restringidos a un juego de preadolescentes, una mezcla de inconsciencia y malicia, ensalzando a cambio los desarrollados por Smith, Von Hayek, Popper o Berlin. A mi modo de ver, y descontando el debate de ideas políticas y éticas que podríamos entablar, Vargas Llosa comete un error de principiante, inducido quizás por el devenir de sus experiencias, al confundir la teoría con la práctica o, más en concreto, por no saber ni asociarlas ni distinguirlas. "La teoría es gris" sentencia el Mefistófeles de Goethe que, carente de fe, es el antecedente del espíritu burgués y de su aversión pragmatista a la teoría. El liberalismo es una prueba de que la semilla del aquel apostata ha crecido fuerte, al imaginar el progreso de las sociedades como una flecha que nunca cae y que se proyecta como un disparo rectilíneo, prescindiendo de las contradicciones dialécticas hasta llegar a la amputación de la pasión del pensar en sí, la cual es sustituida por la conducta puritana del tipo "pero ¿qué tengo que hacer?". Vargas Llosa cae en la misma leyenda que han utilizado algunos de sus temidos adversarios, aquella necedad de que "quien se ocupa de la teoría sin pasar a la acción es un traidor al socialismo". Ambos tipos de frente popular se convierten en conspiradores porque ninguno permite la autonomía del conocimiento. El deseo que predomina en ellos es el de imponer que el mundo debe adaptarse a su imaginación. En el caso del liberalismo, transformándolo de continuo, algo cierto, pero con el fin de que todo siga igual. Todos han olvidado que la teoría nace siempre de la realidad misma. Alberto Durero, en pleno Renacimiento, viajó a Italia con un propósito magistral: aprender el kennen del arte. Adquirir la penetración teórica (el genio no reside en cómo hacer la perspectiva, sino en averiguar su porqué) ¡Qué lejos queda aquel espíritu en nuestra cultura unidimensional y de pleitesía a lo práctico! Theodor Adorno le hubiera recetado a Vargas Llosa el buen juicio de no regir a la teoría por la praxis (no subordinarla por lo que es "realista" que se pueda hacer) ni al revés, pues si la teoría se vuelve dogmática y totalitaria lo que hace es falsear su propio sentido. Así, la equivocación de este Nobel de Literatura decepciona por su convencionalismo, es decir, por reclamar para el pensamiento liberal una primacía, el reconocimiento unánime de que es absolutamente superior a todos los demás sistemas de ideas (como si al creer en éste sin fisuras se fuera a producir en nosotros lo mismo que Vargas Llosa ha descubierto: una resurrección moral). No depara en que su apuesta está privada de visión para el salto cualitativo, en el cual radica el auténtico progreso humano y que surge de la riqueza que traen las contradicciones y la diversidad. Al negarlo, pierde por definición la capacidad para escuchar los secretos que tras la apariencia imperfecta de las cosas todavía nos depara la naturaleza; engañado de que sabe todo lo que hay y lo que puede haber.

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