Antonio Porras Nadales

Llamar al pueblo

La tribuna

Los españoles comprobamos ahora cuál es la verdadera catadura que escondía la serpiente que hemos estado amamantando durante años: puro egoísmo colectivo

Llamar al pueblo
Llamar al pueblo / Rosell

04 de octubre 2017 - 02:32

Suele afirmarse que, en democracia, la última palabra la debe tener siempre el pueblo: es un argumento que, además de servir como soporte legitimador del sistema, suele valer también a veces como un mecanismo democrático para resolver conflictos. Cuando se habla de la disolución parlamentaria como una salida ante situaciones de crisis, en ciertos momentos o situaciones en que la política ya no ofrece alternativas, en realidad de lo que se trata es de disolver para darle la voz al pueblo.

En nuestro caso se trata de un conflicto que a estas alturas carece ya de márgenes razonables de abordamiento. Por más que algunos líderes nos bombardeen con la retórica del diálogo, la negociación o el consenso, ya no queda nada por negociar. El desafío independentista se presenta de un modo frontal y directo, con visos de sedición y levantamiento popular. Cualquiera que estuviese al frente del Gobierno se quedaría con las mismas opciones que ahora mismo tiene Rajoy, porque ya no es cuestión de personas sino de Estado. De auténtico golpe de Estado.

Jurídicamente no caben opciones desde que el Tribunal Constitucional, la máxima instancia, lo ha dejado bien claro: en la Constitución Española no cabe un referéndum secesionista puesto que no existe una soberanía fragmentada. Las tramposas fullerías puestas en marcha por el gobierno catalán en su propio Parlamento eliminan cualquier resto de formalismo o de respeto a las reglas. Operar desde pautas exquisitas propias de un Estado de Derecho, o hacer recaer la respuesta a la crisis sobre los jueces, es algo que seguramente carece ya de sentido cuando lo que está en juego es la ocupación violenta de la calle.

Pero cuando el derecho deja de servir, una segunda opción alternativa consiste en acudir a los soportes que están debajo del propio derecho, es decir, a las claves de legitimidad que, en su caso, apoyan determinadas posiciones. Y en el contexto presente, el valor que se percibe en Cataluña expresa las consecuencias de una revuelta fiscal de los ricos del norte, autoalimentada con un virus nacionalista que acaba derivando en pautas o estilos de comportamiento propios del nazismo. Los españoles comprobamos ahora cuál es la verdadera catadura que escondía la serpiente que hemos estado amamantando durante años: puro egoísmo colectivo montado sobre una serie de mentiras, desde que España nos roba hasta que Cataluña es una víctima de un poder madrileño de naturaleza franquista. Egoísmo, insolidaridad, xenofobia. Ésos son los valores que se perciben. Los valores que han venido comprobando y percibiendo en sus carnes tantos emigrantes del sur a los que con frecuencia hemos olvidado, inmersos en un sistema de adoctrinamiento de base lingüística donde los niños son las primeras víctimas, privados del derecho al uso de la lengua materna. Por eso, cuando todo falla, en democracia se propone a veces la necesidad o la conveniencia de acudir directamente al pueblo. En este momento, se trata de una opción que cuenta al menos con dos posibilidades de desarrollo.

Por una parte, convocar un referéndum, un referéndum legal se entiende, donde todos los españoles manifestemos si apoyamos o no la independencia de Cataluña. Es una forma de evidenciar lo que durante mucho tiempo hemos dado por supuesto, ya que las cosas parecen tan confusas. O, al menos, de saber exactamente cuál es el tamaño del cáncer que padecemos. Si ya no hay alternativas, que el pueblo se exprese. Si los catalanes protestan de que, en realidad, lo que quieren es democracia, démosles una buena dosis de democracia: la opinión de todo el pueblo. Es el momento de poner todas las cartas sobre la mesa.

La segunda posibilidad la ha formulado Albert Rivera: consiste en abrir el bloqueo político e institucional existente hacia unas elecciones en Cataluña, utilizando para ello la vía indirecta del artículo 155 de la Constitución. Es cierto que las visiones tradicionales del artículo 155 se sitúan más bien en ámbitos de actuación propios del poder ejecutivo, o relacionados con el control de competencias autonómicas. También es una competencia autonómica, ciertamente, la facultad de disolver y convocar elecciones. La propuesta de Rivera tiene al menos el valor de lo que supone apostar por la democracia, es decir, por darle la palabra al pueblo en un momento de impasse decisivo que carece ya de opciones a las que agarrarse.

La lógica del llamamiento al pueblo constituye la mejor de las respuestas, la respuesta desde la democracia.

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