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En un pasado no muy lejano, en Europa existía una considerable variedad lingüística que la forja de identidades nacionales redujo de manera notable hasta el punto de que, actualmente, consideramos un hecho natural y de inmemorial antigüedad que cada país tenga su única y singular lengua nacional. Pero durante siglos no existieron las lenguas oficiales; ni siquiera cuando el Imperio Romano dominaba gran parte del continente el latín gozaba de esa condición. Hubo un tiempo en que la secular hegemonía de Francia impuso el francés como la lengua de los reyes y de las cortes en muchos países europeos, mientras el pueblo llano hablaba su dialecto y los profesores de las universidades escribían y se comunicaban en vetusto latín. Tal coyuntura lingüística respondía a un orden político en el que a las cortes reales les traía sin cuidado la comunicación con sus súbditos. En nuestro mundo global, esa especie de aldea preñada de universos simbólicos distintos, tienen que convivir estrechamente identidades culturales diversas, muchas de ellas con su lengua propia. Sobre este multiculturalismo de los barrios y las ciudades se enseñorea la lengua internacional de las finanzas, la ciencia y la tecnología que es el inglés.
Las lenguas dejan de ser un instrumento de comunicación para convertirse en un tótem sagrado cuando se hacen nacionales. Entonces interesa su poder de diferenciación como elemento identitario que refuerza el sentimiento de pertenencia a una tribu. Lo que la historia viene a demostrar sobre este particular -y es lo que los nacionalistas no parecen comprender ni aceptar- es que nación, Estado y lengua no tienen por qué coincidir necesariamente; es más, que casi nunca ocurre de forma natural, y para que se de esa conjunción trinitaria se paga el precio de ningunear a una parte considerable de la ciudadanía. Consecuentemente es un error hacer de la lengua un asunto político; error, por cierto, en el que se incurre de continuo en nuestro país.
Actualmente, el temor a la pérdida de la identidad cultural y nacional es un elemento con el que hay que contar a la hora de comprender y afrontar políticamente las tensiones que la diversidad genera en la convivencia de los Estados nación forjados en la modernidad. Ello tiene su reflejo en el hecho lingüístico dado que a la lengua -como he señalado- se le confiere un papel crucial en el establecimiento y preservación de la mentada identidad nacional; por eso los grupos nacionalistas dentro de Europa son proteccionistas lingüísticos frente al avance del inglés como idioma de comunicación transnacional. A la vez se asume en la práctica que la política lingüística para con los migrantes ha de ser la de la asimilación en la mayoría de los Estados europeos, lo que implica el desprecio de sus derechos lingüísticos. Esta actitud refleja otra de las tensiones que genera el doble fenómeno contemporáneo de la globalización y el multiculturalismo, y que se manifiesta en el temor a la agresión identitaria que inflige la pinza conformada de un lado por una globalización invasiva que tiene en el inglés su lingua franca y, de otro, por la migración (multicultural) que socava la armonía que se supone intrínseca a toda sociedad homogénea.
Las políticas lingüísticas merecen una actitud cuando menos escéptica, pues son variados los factores que determinan la muerte o supervivencia de las lenguas atendiendo a una compleja combinación de causas y efectos psíquicos, emocionales y socioeconómicos, lo que hace muy difícil que se pueda abordar el asunto con neutralidad política. La supervivencia de una lengua minoritaria, como la de los emigrantes en un país extranjero, depende de un delicado balance entre poder e identidad. En tanto que prevalezca el valor de la identidad la legua minoritaria tendrá una oportunidad de supervivencia en el grupo; pero si la lengua mayoritaria está asociada al mayor prestigio y al progreso en el estatus ella será la que vaya ganando hablantes. En cualquier caso, la supervivencia de una lengua depende en última instancia de que la usen sus hablantes. Lo que es congruente con lo expuesto más arriba, a saber, que las lenguas no son animales metafísicos, sino instrumentos culturales producidos por el fenómeno de la comunicación que practican individuos concretos. La política lingüística, entonces, ha de tener como objeto el establecimiento de las condiciones idóneas para que cada cual pueda expresarse en la lengua que escoja libremente.
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