La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
Sevilla fue el primer destino profesional de don Melchor Gaspar de Jovellanos. Contaba veinticuatro años y traía el nombramiento de alcalde de cuadra; o sea, de alcalde de la Sala del Crimen. El clima sevillano debió de hacerle gravosa la peluca con que entonces se tocaban los magistrados de la Real Audiencia y prescindió de ella, menos vistosa que su frondosa cabellera. Este episodio me hace pensar en un contemporáneo suyo, Jacobo Casanova, a quien su abuela, al mandarlo a Padua, le encasquetó una peluca rubia que se daba bocados con su tez morena y de la que no tardaron en desembarazarlo. Esta circunstancia no deja de tener su significado, pues la peluca era un estorbo para todo aquel que, como los personajes citados, acabara aireando su cabeza con las ideas de la Ilustración. Así lo entendió el conde de Aranda, que desde entonces suprimió la peluca en el atuendo de los magistrados. En Sevilla dio también sus primeros pasos Jovellanos como dramaturgo, al leer su comedia El delincuente honrado en la tertulia del Asistente Olavide en los Reales Alcázares.
Muchos años después, en 1808, volvía Jovellanos a Sevilla en circunstancias dramáticas, como individuo de la Junta Central, al trasladarse ésta desde Aranjuez ante el avance de las tropas invasoras. Al comienzo de los sucesos, convalecía en Jadraque de las penalidades de aquellos años, cuando recibió un correo de Murat nombrándolo ministro del rey José en unión de sus amigos Azanza, Urquijo, Cabarrús y Mazarredo. Una carta de Azanza le contaba los sucesos de Bayona y le daba cuenta del buen talante con que Carlos y Fernando habían cedido la corona a Napoleón para que éste la pusiera en las sienes de su hermano. Por mucho que simpatizara con los proyectos y las ideas de sus ilustrados amigos, en cuya defensa se había dejado la salud y la libertad, se negó en redondo a aceptar el ofrecimiento, alegando que "aun cuando la defensa de la patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y a la que a todo trance debía de preciarse de seguir un buen español". Ya a raíz de la batalla de Bailén había escrito: "Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa de mi patria". Es en Sevilla donde empieza a redactar sus cartas a lord Holland en las que, con su Memoria de defensa de la Junta Central, se explaya sobre la "desenfrenada libertad de imprimir", causa de los desmanes de la Revolución Francesa; sobre la "opinión pública", de la que no tenía mejor opinión que Feijóo de la "voz del pueblo", así como sobre los proyectos constitucionales que se debaten en Cádiz, donde espera el momento de emprender su azaroso viaje por mar a Galicia y Asturias. Partidario de un parlamento bicameral a la inglesa y a la americana, pero también de que la representación sea por estamentos, teme que "la manía democrática del sistema unicameral" haga que sólo se convoque a esa abstracción igualitaria que llamamos "pueblo", con lo que la Constitución declinaría hacia la democracia, "cosa que no sólo todo buen español, sino todo hombre de bien, debe mirar con horror."
Ya se sabe que en Cádiz, al promulgarse La Pepa, acabarían prevaleciendo los que Jovellanos llamaba "fogosos políticos, deslumbrados por su mismo celo…que destruyen para edificar de nuevo" imbuidos de "las ideas de Juan Jacobo y de Mably, y aun [de] las de Locke, Harrington y Sidney". Bien es verdad que en los debates constituyentes, por así decir, se fue imponiendo el criterio de Jovellanos en la Junta Central que, antes de disolverse, acordó nombrar un Consejo de Regencia. En el documento, redactado por Jovellanos, en el que se establecían las atribuciones de dicho Consejo, se le recomendaba la convocatoria de Cortes generales extraordinarias, divididas en dos estamentos: uno, popular, de procuradores de todas las provincias de España y América, y otro de dignidades (alto clero y grandes del reino). Ese documento desapareció misteriosamente y el Consejo de Regencia, que sucedía a la disuelta Junta Central, hizo lo que querían los adversarios de Jovellanos: convocar Cortes de una sola cámara y proclamar la soberanía nacional. El malabarista, individuo por cierto de la extinta Junta Central, fue el intrigante impenitente Lorenzo Calvo de Rozas, protagonista del libelo de otro "fogoso" de cuidado, el bibliopirata Bartolomé José Gallardo, titulado Apología de los palos, por los que Calvo de Rozas recibió en la calle Veedor del teniente coronel Osma en castigo por los insultos vertidos por Calvo de Rozas contra el general marqués de la Romana, a quien Jovellanos, por otra parte, calificaba de "botarate" en carta a lord Holland.
También muchos años más tarde, en 1978, de los siete sabios que, como diría Quevedo, engendraron a escote a La Nicolasa, el único que pareció acordarse de Jovellanos fue don Manuel Fraga, que llegaría a sugerir una Constitución a la inglesa, no escrita, y consistente en la adaptación a los nuevos tiempos de las aún vigentes Leyes Fundamentales. ¿Qué habría dicho Jovellanos si se entera de que con el tiempo, algo tan permanente como la Patria, supeditada a un sistema político transitorio por naturaleza (lo que él por cierto llamaba "superchería democrática") iba a ser definida como un "concepto discutido y discutible"?
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