La tribuna
Muface no tiene quien le escriba
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En el curso de su célebre Brindis del Retiro, el joven Marcelino Menéndez Pelayo dedicó un párrafo a los catedráticos portugueses presentes en el ágape, "a quienes miro -dijo- y debemos mirar todos como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española", y no dijo ibérica, porque esos vocablos de iberismo y unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista. "En este punto hubo murmullos entre la distinguida concurrencia, y el orador insistió: "Sí; española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, y aún en nuestros días Almeida Garret, en las notas de su poema Camoens, afirmó que españoles somos y de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la Península Ibérica."
Siempre digo por mi parte que lo único de ibérico que le queda a la Península es el cochino de pata negra y el vascuence, algo que se remonta al Neolítico por lo menos, es decir, a la Edad de Piedra, esa edad en la que los aprendices de brujo del progresismo se obstinan en ver una Edad de Oro. Esta Península nuestra fue hasta el siglo XV el finisterre del mundo conocido, último destino de incesantes invasiones de gentes de tierras más inhóspitas que se fueron asentando y aclimatando hasta formar entre todas lo que un poeta nacido en Sevilla, de apellido portugués por cierto, llamó "el macizo de la raza". La primera de esas invasiones… o "inmigraciones", dicho en el lenguaje del pensamiento blando, que sacó a las tribus celtibéricas de la Prehistoria y las metió en la Historia fue la romana, y romana es la primera piedra de lo que primero se llamó Hispania para acabar llamándose España.
Cuando aún media Península se llamaba Al Ándalus, nació Portugal de Castilla como Eva de la costilla de Adán, y ello se debió a Alfonso VI, rey de Galicia, Castilla y León, que dio su hija Teresa en matrimonio a don Enrique de Borgoña y, en dote por así decir, el condado de Portugal que abarcaba parte de León. Ya llegaba a su fin el dominio musulmán, cuando un genovés avispado que se llamaba Cristóbal Colón y estaba convencido de que la tierra era redonda, fue precisamente a la España que había dado cima a la Reconquista a donde se dirigió en busca de apoyo para sus descabellados planes, a una España cuyas cortes principales estaban en Lisboa y en Santa Fe. Sólo Portugal y Castilla estaban en condiciones, y no sólo por su emplazamiento geográfico, de apoyar esa idea de llegar a Oriente navegando rumbo a Occidente, a la vez que dilataban lo que se llamaba la Cristiandad a través de algo que con el tiempo se mitificaría en el concepto de Hispanidad.
Los que no vemos por qué hay que avergonzarse de esa historia, vemos en cambio en esa noción de Hispanidad la superación del nacionalismo, o si se prefiere, de los nacionalismos. En el fondo, a esa idea, hoy inconfesable, obedece la creación del premio Cervantes, del que por cierto no debería estar excluida la literatura en lengua portuguesa, aunque sólo fuera por la afición que le profesó el propio don Miguel de Cervantes. Esa afición no era nueva. Para no ir más lejos. ahí están Alfonso X, Gil Vicente, Camoens .... Cervantes llega a Lisboa al año de la muerte de Camoens, que viene a coincidir con el del nacimiento de Quevedo, al que debemos la versión castellana de un soneto suyo con el título de Qué es el amor. Pero Quevedo va aun más allá y, como el castellano -y el toscano- no le bastan, escribe un soneto en portugués -Se casto ao bom Joseph nomea a fama- que no desmerece de los sonetos en castellano de Camoens.
Esta afición nunca decae, y aun en siglos como el XIX y el XX nunca faltó en nuestra península quien fuera capaz de rendir tributo a quien de veras lo merecía por encima de las fronteras que nos separaban. Antes hablé de Menéndez Pelayo y de Almeida Garret, y ahora quisiera recordar a don Juan Valera, que para no ser menos que Quevedo, puso en verso castellano la leyenda-romance de Almeida Garret El ángel y la princesa, dedicada por cierto a la marquesa de Fronteira y que debe aún de estar en el álbum de visitantes en ese maravilloso palacio renacentista de Campolide, en las afueras entonces de Lisboa. A esa versión de Valera dedicó un extenso comentario Menéndez Pelayo, y es que en el interés por el romance peninsular él sabía muy bien lo que sus maestros Milá y Fontanals y Amador de los Ríos debían entre otros a Almeida Garret y a Theófilo Braga.
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