La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
Hace unos días, Iñaki Gabilondo (al que nadie calificará de extremista ni de sedicioso), decía que "Cataluña ya se ha ido". Y explicaba que había sido, sobre todo, la cerrazón del PP en la última década (y yo añadiría que también el silencio y jacobinismo del PSOE) la responsable principal de la desafección de una parte muy importante de la ciudadanía catalana respecto al estado español y sus instituciones. Ahora, tras el 1-O, podríamos decir, parafraseándole, que "Cataluña ya se fue (o la terminaron de echar a palos)". Para mal o para bien, esto es cierto más allá de que el Parlament proclame o no estos días la República catalana; más allá de que ello sea o no efectivo jurídicamente en un principio y más allá de que, utilizando el artículo 155 de la Constitución, sea suspendida la autonomía, detenidos los miembros del Govern y la ocupación policial pudiera incluso convertirse en militar. Los sucesos del 1-O han multiplicado la desafección.
Las fotos de la cabeza sangrante de una mujer mayor, las escenas de irrupción por la fuerza colegios electorales, de requisa de urnas y papeletas de voto y de "sobreactuaciones" de guardias civiles y policías nacionales enviados contra quienes, pacíficamente, afirmaban su derecho a expresarse en las urnas, han dado la vuelta al mundo y los apoyos internacionales a Rajoy pueden quedar reducidos a los de su nuevo amigo Trump. Incluso líderes de partidos europeos homólogos al PP le están pidiendo explicaciones, porque en un país que se define como "Estado de Derecho" es inaceptable que las fuerzas del orden se comporten como el domingo lo hicieron. Y menos aún que, en lugar de abrir una investigación, esa actuación sea aplaudida por el ministro del Interior y el jefe del Gobierno.
Para colmo, la represión no impidió que incluso en muchos de los colegios clausurados se siguiera votando, con lo que el ridículo del Gobierno ha alcanzado un grado altísimo. La actuación policial tuvo el efecto de que gente que tenía decidido no ir a votar cambiara de opinión y lo hiciera, más allá del sentido de su voto, al pensar que ya no se trataba, en lo fundamental, de independencia sí o independencia no sino de defender la libertad de expresión frente a quienes, por métodos violentos, querían impedir su ejercicio a través del voto.
Todas las encuestas publicadas antes del 1-O, como la de Metroscopia, señalaban que el 80% de la ciudadanía catalana pide un referéndum de autodeterminación y que éste sea pactado entre los gobiernos catalán y español. Esto no significa que ese sea el porcentaje de independientistas pero sí de quienes afirman su derecho a decidir, libre y democráticamente, sobre su futuro político. Es muy difícil argumentarles por qué fueron posibles los referéndum de Escocia, con la aceptación del Reino Unido, o de Quebec, con la de Canadá, mientras aquí es imposible para Cataluña. No hay otra razón, para esto, que el veto de las instituciones del Estado español a hablar siquiera de la posibilidad de un referéndum con las mismas características de las de aquellos. "No está dentro de la ley" ha sido la permanente única respuesta a esa demanda. Es una visión fundamentalista de la Constitución del 78 la que impide incluso hablar del tema. Una visión compartida por PP y PSOE, aunque este último, en la versión Sánchez, y para tratar de distinguirse, se acoja ahora al galimatías de la "nación de naciones" (la versión Susana Díaz en nada se aparta de la ortodoxia ultranacionalista de Rajoy). Ante la imposibilidad de hablar sobre un referéndum pactado, quienes tienen la mayoría en el Parlament optaron por la convocatoria unilateral, que no era el camino óptimo ni deseado pero sí el único que quedaba a su alcance. La alternativa era aceptar la inmutabilidad y el "imperio" de unas leyes prácticamente imposibles de modificar (en esto, sí quedó todo atado y bien atado hace cuarenta años).
Como antropólogo, defiendo que nunca una necesidad o problema, sea individual o colectivo, tiene una única solución. También considero que, salvo los derechos humanos, nada debe considerarse inmutable o sagrado. Menos aún los textos jurídicos, que son siempre resultado de la correlación de fuerzas, e intereses, en un momento histórico concreto. Pero para buscar soluciones no se puede borrar la realidad, y esta es que 1 de cada 2 catalanes son hoy independientistas y al menos 3 de cada 4 defienden el derecho a decidir (son soberanistas). Estamos ante una autoafirmación transversal -de un pueblo- y no ante el objetivo de una clase social o sector: la "burguesía catalana", como es el cliché de algunos, o los "extremistas antisistema", como afirman otros. Actuar como si estos datos no existieran es como escupir contra el viento.
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