Monticello
Víctor J. Vázquez
No es 1978, es 2011
Hoy toman posesión miles de alcaldes en toda España. Unos con mucha humildad, escasos recursos, sin coches oficiales ni elegantes despachos. Y otros con grandes presupuestos, séquito de asesores, cuerpo de agradaores y guardia pretoriana de pelotas con camiseta en los medios de comunicación. En la política municipal cabe todo. Se ve de todo. Y con mucha cercanía. Los telediarios dedicarán unos minutos a las grandes capitales y poco más. Las ceremonias de los consistorios de ciudades medias quedarán para los respectivos informativos territoriales, salvo que se produzca algún incidente. El morbo estará en los pactos, sobre todo en los del PP y Vox, un asunto que previsiblemente irá perdiendo fuerza en la medida en que el partido de Abascal vaya normalizando su presencia en los despachos donde se gestionan cuentas públicas y, ojo, se vaya al mismo tiempo institucionalizando. Los alcaldes deberían tener claros dos objetivos: no hacer tonterías y trabajar para dejar una ciudad mejor de la que hoy se encuentran. No hay más.
La gestión municipal se puede sofisticar todo lo que se quiera. La proyección internacional de muchas ciudades puede exprimirse como se desee siempre que se haga con criterios productivos. Pero no se debe olvidar que el Ayuntamiento es un brazo del Estado que debe servir ante todo para que las calles y los colegios estén limpios, haya suficientes autobuses urbanos y bien organizados, no falten taxis en las horas punta, y el cuerpo de la Policía Local cumpla con sus funciones y contribuya a la siempre deseable percepción de seguridad. Para que una ciudad funcione hace falta que esas fuerzas de infantería sean eficaces. Después podemos explotar las fiestas, las luces de Navidad y la presencia en Fitur. Pero jamás se puede olvidar lo obvio. Antes de que algunos se vuelvan locos con los fuegos de artificio, las entrevistas dominicales a favor de querencia y los inventos de la ciudad como marca comercial, nuestros barandas municipales tienen que resolver asuntos muy domésticos. Quizás no generen brillo, pero sí ese grado de satisfacción en el vecino que hace que vuelva a confiar en su alcalde. No se alboroten los nuevos cargos, fijen la atención en las prioridades reales. Si no saben como mejorar la ciudad, al menos no la empeoren.
Los alcaldes no tienen que crear empleo ni prometernos el vellocino de oro. Sus funciones son muy sencillas y muy complejas al mismo tiempo. Repitan todos cada noche las cuatro patas de una buena gestión antes de dormir: barrenderos, policías, autobuses y taxistas.
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