Gafas de cerca
Tacho Rufino
Nuestro maravilloso Elon
Nuestra progresía más delicada y suspicaz anda azorada por lo que llaman el "resurgimiento del nacionalismo español". Según este grupo -una mezcla de catedráticos, curas, periodistas y cantantes-, el papel que le toca a los ciudadanos españoles no independentistas es el de la mujer del torero: encerrarse en casa a rezar el rosario hasta que acabe la corrida. Cualquier desahogo de barra se mira como un intento de forzar las cerraduras con las que el 98 -por indicación de Costa- quiso cerrar para siempre el sepulcro del Cid. Pero no se enclaustra fácilmente al espíritu de una nación, más cuando ésta lleva meses sometida a una fuerte presión al ver su legalidad pisoteada y sus símbolos insultados. Algunos quieren reducir España a un mero acto administrativo, a una triste oficina de Hacienda, sin tener en cuenta que nuestro país es el resultado de una larga destilación política y cultural que tardará mucho en evaporarse.
No negaremos que en las pequeñas manifestaciones de apoyo a los guardias que parten al frente catalán hay mucho de sobreactuación patriotera, de ebriedad nacionalista. En fin, tampoco exageremos, no se puede pretender que la totalidad de los ciudadanos se comporten como si fuesen salonnières de la marquesa de Lambert. Como tantos, hace tiempo que desarrollamos una cierta aversión a las masas movilizadas, al olor de la humanidad en marcha, bien sea por motivos políticos, deportivos, musicales o religiosos -si es que hay alguna diferencia-. Pero las manifestaciones españolistas de Huelva, Córdoba o Zaragoza no han sido más que ínfimas gotas de desahogo en un océano de estrelladas. Equiparar ambos fenómenos -el mambo separatista y la jota españolista- es un truco más de los equidistantes para poder seguir manteniendo su cómodo y santurrón argumento de que unos y otros son responsables por igual de lo que pueda ocurrir este domingo.
En los últimos días han florecido en los balcones de nuestro barrio numerosas banderas de España como respuesta al procés. No nos parece mal siempre que el gesto se acompañe de actitudes de un patriotismo más incómodo y secreto: contribuir, denunciar la corrupción, cuidar el medio ambiente, respetar el patrimonio histórico... esas cosas que dan sentido a una bandera. Lo que no haremos, en ningún caso, es unirnos al coro de novicias de nuestra selecta progresía, la misma que ha alimentado durante décadas al gato gordo del nacionalismo catalán y ahora pretende que escondamos nuestra vieja y querida bandera.
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